Los apuros de un pionero de la aerostación en las fiestas de San Mateo de 1887.
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Folleto de un espectáculo de prestidigitación de Onrey. |
No me
pregunten por el significado de la palabra “veloceman”. No tengo ni idea. Suena
a cien metros lisos, pero nada tiene que ver. Lo único que les puedo dar por
cierto es que uno de estos hombres llegó a Oviedo como parte de las atracciones
del San Mateo de 1887.
En aquellos
años ya no se llevaban solamente las fiestas de ramu y misa al santo, ni los antiguos programas de festejos a base
de reparto de comida a los pobres, gaita, tambor y poco más. El veraneo iba
convirtiéndose en industria y cada pueblo quería atraer forasteros con los que
hacer el agosto o, si era menester, el septiembre.
Los festejos llegaron a ser un sector estratégico.
Iluminaciones, velocípedos y organillos se fueron haciendo sitio junto a
romerías, hogueras, danzas y conducciones de ramo. Las barracas poblaron los
principales lugares de paseo y lo extraordinario fue la norma para santificar
las fiestas y, de paso, llenar bolsillos indígenas con los de afuera.
Las fiestas de San Mateo atraían novedades de todo tipo. Entre ellas venía empotrado, aquel año de hace
ciento veintiséis septiembres, Marcelo Onrey. Un gallego trotamundos, más ancho
que alto, de despejada frente y enhiestos bigotes, que recorría toda España y
parte del extranjero con sus llamativos espectáculos.
En ciertos lugares se le conocía como el “profesor Onrey”.
Así se llamaba entonces a los reyes de la magia y el escamoteo. Enfundado en su
esmoquin, “el rey de los prestidigitadores y el prestidigitador de los reyes”,
montaba su número de “recuerdos del tiempo viejo”. Era capaz de adivinar lo
pasado y lo futuro.
También podríamos llamarlo “caballero Onrey”, como se decía
de las estrellas masculinas de varietés, pues el mismo Onrey que adivinaba, el
mismo de manos más rápidas que la vista, hacía toda clase de imitaciones e
ilusiones de gran complejidad y destreza. Llegó incluso a tener su propio
cinematógrafo gigante. Un Cosmógrafo Proyector.
Así era Onrey, el veloceman
europeo, el prestidigitador, el artista que en su género no tenía rival. Pero
su género era muy extenso y, en las ovetenses fiestas
que ahora nos interesan, mostró otra disciplina de mayor riesgo, en su faceta de “Capitán Onrey”.
que ahora nos interesan, mostró otra disciplina de mayor riesgo, en su faceta de “Capitán Onrey”.
Porque Marcelo Onrey era también rey de la aerostación. Por
toda España y con gran desprecio de su propia vida, se subía a un globo de aire
caliente y surcaba los cielos dejando bajo su canasta cientos de bocas abiertas
hasta el límite de la quijada.
Los globos aerostáticos, invento de los franceses y
hermanos Montgolfier en 1783, aún eran un espectáculo de feria. Y eso que en
España ya habían sido objeto de presentaciones de postín, hacía casi un siglo,
por míticos pioneros como El marqués D’Arland o Pilâtre de Rozier. Pero aún eran
tiempos remotos estos que les cuento. Jesús Fernández Duro, prestigioso pionero
asturiano de la aerostación y la aviación era sólo un niño. Tiempos en los que
subir a uno de esos ingenios suponía un gran riesgo.
En el borde del
joven otoño de 1887 la dificultad era máxima por el mal tiempo. A pesar de todo,
Onrey le metió fuego a aquella apergaminada bolsa que empezó a crecer muy poco
a poco. Las cuerdas que la sujetaban se tensaron y, cuando decidió ir
abandonando el suelo, la paciencia ya había abandonado a los espectadores.
El mal tiempo
hizo lo demás. Pálido, nervioso y con ardores en el cogote, el capitán Onrey se
tiró dentro de la cesta. Pero aquello no subía. Los que esperaban la ascensión,
empezaron a desesperar, a moverse, a
murmurar y, ya por último, a gritar, jurar y hasta perjurar en lenguaje de
plaza de toros.
Fue entonces cuando el bueno de Onrey olvidó
sus modales, bajó de las breves alturas y la emprendió a correr por el campo de
la fiesta. Campo que ya era bosque. Selva de bastones en alto, madreñas a
reacción y alguna que otra piedra lanzada con muy mala idea.
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Grabado de uno de los aerostatos de Montgolfier. |
Vetusta entera
pareció salir de su clariniana siesta para cobrarse venganza de los elementos
en las costillas de don Marcelo el piloto. A punto estuvo del linchamiento. Si
lo de “veloceman” tiene algo que ver con la velocidad, ese día lo fue más que
nunca. Años después, por carta, se lo recordó al ayuntamiento de Oviedo con
estas palabras:
“La Fiera Publico’, que
es temible cuando se pone en contra de un pobre artista”.
Qué feroces los ovetenses. Qué
exigentes. Qué poca paciencia, hombre… Pero al César lo que es del César y a
los carbayones lo suyo. En ese mismo San Mateo el tiempo despejó, los cielos se
abrieron para dejar sitio al globo de Onrey. Para que el capitán demostrara lo
mejor de su aerostático arte. Y no perdió ocasión de maravillar a la fiera, de
asombrar al público y de dejar a medio Oviedo con la boca abierta viendo como
la capital del Principado se curvaba en el horizonte desde su globo, en dos
ascensiones espléndidas.
Todo cambió. Sus bigotes de alambre sirvieron de marco para una ancha
sonrisa y, de nuevo según sus palabras, “esos mismos miles de bárbaros me
quisieron llevar á hombros (estilo torero) por las calles de Oviedo”.
Un final feliz para este aeronauta
de varietés, por fin reconocido por los mateínos, al dejar tan alto el pabellón
de los pioneros en el arte de Pilâtre y de Montgolfier.