10 ago 2013

EL ÚLTIMO CINE URBANO DE ASTURIAS

ÚLTIMAS TARDES CON MARTA
Capítulo I: El escenario

Gran programa doble en color con historia, reflexiones, sucedidos y mucha tristeza por el cierre de los Multicines Marta.




Hace algún tiempo, de paseo por la calle de Rivero, una esquela llamó mi atención. No suelo reparar en semejante publicidad. Fuimos muy jóvenes y ya empezamos a ser muy viejos. Y se nota. Avilés está empapelado con esos heraldos de La Parca y llegan a hacerse invisibles. Orlas de luto se ven por las paredes, en los lugares de paso, en los puntos de reunión de jubilados, en la fachada del ayuntamiento…pero ¿en un cine? ¿Quién, que no fuera Sergio Leone, podría anunciar la muerte en las paredes del Marta?
            Al acercarme encontré la explicación. Esa última hoja volandera llevaba el nombre de Félix, acomodador que fue de ese cine en los días de la sesión doble. Anunciaba su última función en la tierra, entre afiches y horarios, junto a la misma vitrina donde durante tantos años él custodió las tardes de la fantasía de Avilés.
Me pareció una forma muy respetuosa de despedirse del público al que tantas tardes llevó hasta su butaca. Pero, de inmediato, se apagó el recuerdo de la linterna del bueno de Félix. Tuve un mal fario, un pálpito negro, un escalofrío. Y me pareció que la esquela anotaba más de un finado. Que aquella muerte anunciada en los muros del cine era algo así como la mota negra de “La isla del tesoro”. Eso tenía que ser. La de la guadaña venía para llevarse, con uno de sus viejos servidores, al mismísimo Marta.
Aquel escalofrío no fue en barbecho. Ahora se cumple su fatal augurio, con la desaparición de este local de proyecciones. Uno de los edificios más singulares de Avilés, tal vez del mundo entero. No creo que exista, en censo o repertorio alguno, un cine construido en 1706. Un cine nacido dos siglos antes de la invención del cine.
Ahí empezó una historia que merecería ser escrita, rodada, montada y expuesta en una de sus pantallas. Si hubiera tiempo. Si hubiera espectadores que quisieran pagar por verla, IVA incluido. Imaginemos que es así. Que estamos sentados en la butaca del Marta, en una de sus mejores tardes, para asistir a la película de su propia vida.
Nada más pasar los créditos iniciales, un flash back altera la narración y, como en una cinta clásica, empieza un movimiento de cámara hasta la cara del protagonista, mientras la imagen se desvanece y, entre espirales y músicas oníricas, llega a otro lugar y a otro tiempo.
 “Ye contada”, dicen en la butaca de al lado.
Exterior día. Principios del siglo XVIII. Por las calles embarradas de Avilés avanzan las botas de Rodrigo García Pumarino. Ha vuelto rico del Perú. El oro y eso, ya saben. Está al principio de Rivero. Plano general. Al fondo, en dirección a la ría, se ve cercana la marisma. Habla con los Menéndez Camina. Padre e hijo. Los primeros arquitectos de Avilés, puede que de Asturias. El cliente quiere un edificio como las consistoriales, moderno y que dé idea de la importancia de su propietario. Y con mucho ornamento. Qué se vea bien. Con adornos en la fachada en forma de conchas, como las de su colección. ¡Será por pesos!
“Ye de espades”, dice uno. “¡Dónde ta el cine!” Protestan en la butaca de al lado.
A eso iba la escena siguiente. Un flash forward, salta al futuro hasta llegar a la posguerra del siglo XX. Elipsis narrativa, para abreviar y que no se vayan mis compañeros de fila. Aquel edificio que estrenara el rico indiano ha pasado por muchas vicisitudes: palacio de unos, palacio de otros, colegio de algunos y finalmente, pasto de la piqueta.
Esta es la escena en la que entra el cine. Ya tiene frase. Si fuese hoy estaríamos protestando por su llegada. No fue, desde luego, respetuosa con el edificio. Una adaptación muy dura para un uso jamás pensado por los constructores del palacio, se llevó por delante buena parte de su estructura conservando sólo la fachada principal.
De alguna forma lo convirtió en un decorado de película. Como un saloom de los spaghetti western que no tardarían en pasar por sus pantallas. Pórtico a la calle y detrás nada. Todo de mentira. Películas.
Los tiempos mandaban y el cine, entonces, era la diversión más barata. Aquella en la que los pobres podían olvidar las penas y el frío. Era 1949 y en Avilés se habían abierto nada menos que tres salas en una dura década. Todas ellas en edificios construidos para cine. El tiempo la fame empezaba a pasar. Cine para reír, cine para llorar, cine para pasar la tarde, cine para…conocerse mejor. Más cine, por favor.
Del proyecto y la dirección de obra se encargó Juan Corominas. Quería ser una suntuosa sala de espectáculos y se impuso al no menos suntuoso palacio anterior, derribando todo aquello que molestaba. Se alabó mucho el gusto del arquitecto al conservar la fachada. Pero cierto es que la pérdida de arquitectura histórica fue descomunal.
Le pusieron en la pila “Marta y María” por la novela de Palacio Valdés que desarrolla parte de su trama en el palacio de Llano Ponte. Ese que ahora dejaba su corta osamenta al edificio peliculero. Y, desde entonces para siempre, ha sido “El Marta”. Un vecino más de la calle de Rivero.
La sala fue pasando por todos los estadios que reflejaron la evolución de la exhibición cinematográfica en Avilés. Programa doble, sesión continua, primer cierre y conversión en cine de estreno al borde de los ochenta. Segundo cierre y multisalas, dos arriba y dos abajo, en los noventa. Y así llegó al siglo XXI.
Ahora le tocaba la última cruzada. El paso a la proyección digital. Pero ya no hay dinero. Ni espectadores, que eso y no otra razón lo explica todo. Lo han dejado solo. Y se va, abandonando un monumento mondo que, sin uso, es de difícil conservación. Al menos esa fachada noble. Otro problema sobre el problema.
Este cine era un personaje. Un ciudadano de Avilés por el que ya están tocando a muerto. Hay duelo y no es con revolver. Va a ser difícil vivir sin él. Esta misma tarde la familia recibe, a las 19 horas, delante de su fachada e invita a todos los amigos que tuvo en vida (pocos últimamente) a que muestren su tributo y su respeto. No se puede faltar. De algo servirá.
Como en las películas del viejo Tarzán, el cine se aleja más allá del monte Mutia, hacia un lugar misterioso en los confines del África imaginaria, a salvo de la codicia de los blancos. El Marta se retira, lento, herido de muerte, en busca del cementerio de elefantes. Muchos otros lo hicieron antes. Es el último de su raza.
Ni Harry el Sucio podría alegrarnos este día. Parece que estamos en el final de la cuenta atrás para el Marta. El Llanero solitario, el único testigo de una forma de ver cine que se muere con él. Fue el más valiente entre mil, resistió, solo ante el peligro, siendo el último Mohicano de los cines urbanos. Se ha mantenido heroicamente en El Álamo del abandono hasta que llegó su hora. 

ÚLTIMAS TARDES CON MARTA
Capítulo II: Los figurantes


Sesión continua donde se demuestra que el cine de barrio no lo inventaron ni Carmen Sevilla ni Concha Velasco.


Era 23 de enero y 1949 cuando el Marta se puso de largo. Las crónicas decían que “la pantalla refleja con minuciosa claridad todas las escenas” y además que “nada de cuanto dicen los actores se pierde”. Gran pantalla y gran espectáculo de luz y sonido. Todo para asegurar el confort: anfiteatro, salones de fumar, cantina y amplios servicios higiénicos. Y, por si fuera poco, película americana: “Río Abajo”.
Hollywood conquistaba al respetable, que se sabía de memoria a sus actores famosos y los jaleaba en el perfecto idioma del imperio hispano: “Burlan Caster”, “Tirone Pover”, “Cargable” o “Joni Mismuller”.
Poco después, con el programa doble y la sesión continua, las películas de estreno y los clásicos americanos empezaron a escasear. No faltaban los tarzanes, los Hermanos Marx o Abbot y Costello. Pero los años más rentables del Marta fueron otros. A partir de los sesenta. Llenos de cine de serie B, de cine popular en el que España, a la que no dejaban entrar en el Mercado Común, coproducía en asociaciones tranvía del verdadero mercado común del cine, en cintas hispano-franco-italo-alemanas.
Películas toleradas que los niños siderúrgicos y posiderúrgicos veían, por la cosa de los horarios escolares, una vez y media, para enlazar un final con el principio que se habían perdido. Tardes de sesión continua y merienda compartida con los legionarios de un imperio romano presentado por Filmax, en el que estaba permitido repetir secuencias, prestadas de unas películas a otras. Allí estaban todos los peplums del mundo, desde “El Coloso de Rodas” a “Brazo de hierro”. Películas de heridas ahítas de salsa de tomate, que para nosotros sólo podía ser Tomate Frito Solís (¿había otras marcas?).
Cine de forzudos como Maciste, Ursus o Taúr, salidos de gimnasios sin controles antidoping, donde entrenaban los cachas oficiales del cine italiano como Gordon Scott. Con todo tipo de excesos y exhibiciones atléticas poco creíbles por la pobreza del trucaje. Como esa escena final de “Taúr rey de la fuerza bruta”, donde el susodicho lanzaba una mole de muy evidente cartón piedra ante el enfado del gallinero que reía, silbaba y protestaba. Porque, entonces, los espectadores decían cosas en voz alta. No a los otros espectadores: ¡a los actores! Lo juro por mi madre (que también estaba allí).
 El Oeste viajaba al Sur, hasta Almería. Lleno de vaqueros cubiertos por el polvo del desierto de Tabernas o de las rocas aborregadas de Burgos y Madrid. Un ciento de pistoleros desenfundaban antes de que los de gallinero empezasen a contar los muertos a  gritos. Tenían cara de Jesús Puente o de Frank Braña y se llamaban, por ejemplo, Latimer. Mejicanos con la faz de Fernando Sancho, siempre Carrancho, o indios equipados con reloj de pulsera marca Seiko (que Yemo vendía en la puerta de al lado).
Superhéroes al margen del Imperio Marvel, tan de barrio como el mejicano Santo, El Enmascarado de Plata. Y otros con trucos lamentables e historias como la de Superargo, antiguo campeón de lucha libre reconvertido al servicio secreto, gracias a su traje repelente a las balas, a su sangre autocurativa y, por qué no decirlo, a su esposa: Mónica Randall.
No se quedaban atrás Los Tres Supermen, que tenían actores compartidos con  Maciste y Hércules y exhibían trajes indestructibles y el suficiente “rostro” para desarrollar argumentos como  “Los tres supermen en la selva”, “Tres superhombres en el oeste”, o, para qué seguir, “Los tres supermanes contra el Padrino”.
Resulta que ahora, todas ellas y muchas otras, son películas de culto y se les dedican festivales y todo. Sin duda era un cine honesto. Solo pretendía divertir.
En los ochenta el Marta volvió a abrir como cine de estreno con películas de las que ya anunciaba la tele, como “Phantasma”, y aguantó el tirón de la transición al destape de los Chaplin o del lujo del Almirante y el Canciller (cosa que no pudo hacer el Florida). Ayudaba el anuncio de Almacenes Py. Ese de “su majestad la maleta”. Un clásico.
En los noventa, ya saben, cuatro salas ya veteranas, con un personal entregado que compensa cualquier deficiencia, como la fritura del sonido de la Sala 3.
Y, si este artículo se me está ablandando más de la cuenta hasta parecer una escena de “Cinema Paradiso”, no me echen la culpa. Sepan comprender. Cuando yo vine al mundo el Marta ya estaba en él y, desde entonces, siempre hemos estado juntos. Fue el lugar donde más veces he sido feliz en mi infancia. Como a los paraísos perdidos, no he dejado de volver a él con mis padres, con mi hermano, con mi novia, con mis hijos. El paseo de los viernes para ver lo que “echan” en el Marta ha marcado mi vida hasta anteayer. Se va una parte de mi paisaje. Un lugar que está en mis sueños y que estuvo en mis mejores horas de juego. Por el que sacrifiqué la playa, por el que planté a alguna novia que luego se enfadó mucho (peor para ella), por el que hice colas interminables y por el que piré, con gran alegría, más de una clase.
Otros cines han sido pasto de la piqueta, pero éste será víctima de los tiempos. Del fin de unos tiempos. Los del celuloide y los del visionado de cine en salas convencionales. No se sí, como diría Almodóvar, hay alguna posibilidad, por pequeña que sea, de salvar al Marta (desde abonos anuales al padrinazgo de butacas). Cuenten conmigo para todo. Pero un cine necesita espectadores y eso es lo que viene faltando desde hace años. No sé qué hacer. Jamás padecí la horrible pesadilla de vivir en una ciudad sin cines.
Si supiera donde están, llamaría a Superargo, a los Supermen, incluso a Los Diez Gladiadores. A los diez. Y les pediría que, con brazo de hierro, gestionaran esta empresa de exhibición. Que encontrasen a un santo, mejor si era enmascarado y de plata, para repartir cuartos entre los amables trabajadores de este cine. Que le hiciera una llave de lucha libre a los malos tiempos para sacar del pozo al Marta. Buscaría a los hermanos Marx, para que atizasen la caldera de la esperanza, trayendo madera e ideas de cualquier sitio. Convencería al león del Mago de Oz para que, en arrebato de valentía, se pusiera a la puerta del cine para impedir el paso de los hombres de negro. Llamaría al sheriff Kane para poner orden, de una vez por todas, gastando sólo un puñado de dólares. Más no hay.
Que vengan todos a mi señal. El Bueno, el Feo y el Malo también.
Si alguien tuviera la bondad de darme la dirección de Taúr le pediría que, con su fuerza bruta de siempre, hiciera un supremo esfuerzo, removiera su última roca falsa para acabar con los problemas verdaderos que matan a este cine que tanto quiero.
Ojalá llegue este salvamento en el último momento. Si es así, juro por mi honor que, aunque se note el truco, hablaré con los de gallinero para que no silben, ni se rían, ni protesten, ni nada.
Para que la gente vuelva al cine y el Marta nos dé todavía muchas tardes felices.