A Lucía García Martínez, cuyo padre se
encontró un día con el Gigante.
El paso por las ferias asturianas, entre monstruos y forzudos, de El Gigante Aragonés. Un fenómeno de grandes proporciones.
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Un cuerpo inacabable ante las naves de la Real Compañía Asturiana de Minas (Archivo Histórico de Asturiana de Zinc). |
Cuentan las leyendas del Pirineo que en el funeral de
Fermín Arrudi se necesitaron seis hombres fuertes para llevar el mayor ataúd
hasta entonces conocido. Murió a los 43 años, pero había vivido lo que otros en
cinco vidas.
Fermín era alto. Muy alto. Un gigante. Y era de Aragón, del
Alto Aragón, decían los chistes. Con ambas cualidades de nacimiento se labró el
futuro profesional, siempre pegado a un nombre artístico que no le abandonó
jamás: El Gigante Aragonés.
Así se anunciaba en las ferias y en algunos teatros. También
como el Gigante Español o el Coloso de la Montaña. Era un
fenómeno. Es decir, algo fuera de lo normal, descomunal o, como lo define la Real Academia,
“persona o animal monstruoso”. Esta última definición cuadra perfectamente con
lo que vendían las ferias de finales del siglo XIX. A tipos como él. Algo que
la gente pagaba por ver, aunque no hiciera más que estar. Eso era todo. A 25
céntimos la entrada, 15 para niños y militares.
La publicidad de sus actuaciones decía aquello de “el
fenómeno será visible en…” Fermín se ganaba la vida dejándose observar. Y eso
cansa.
Había mucho que ver. Aunque hay discrepancias sobre la
estatura de Arrudi, su talla rebasaba, sin duda, los 2,20 metros. El resto
de su anatomía era carne de cañón para la publicidad y para una mitología que,
desde su pueblo de Sallent de Gállego, se extendió hasta hoy por todo el
Pirineo: que si por su sortija pasaba una moneda de diez céntimos, que si su
pie medía cuarenta centímetros de largo por diecisiete de ancho, que si con su
pulgar cubría una moneda de los duros antiguos. Ciento setenta kilos de
impresionante percha que domaba cantando jotas con su guitarrito.
A un cuerpo así se le asignaban cualidades de fuerza
sobrehumana. Rezaba la leyenda del gigante de Sallent que salía a cazar osos y
corzos por las montañas de Aragón. Por eso en Asturias los carteles lo
representaban, como aquí se ve, armado y rodeado de preciados trofeos
cinegéticos.
Por eso también debía disputarse el favor del público y el
negocio con los artistas de otro género ferial: los forzudos. Su paso por el
Principado coincidió, por ejemplo, con las giras Al Marx que, además de tener
nombre de antiácido, era un alemán capaz de retener a varios caballos en
carrera, levantar a cuatro hombres con sus manos o uno, usando un solo dedo.
“El Sansón del siglo XX”, para entendernos.
Así que Arrudi lo mismo competía con los forzudos que con
sus iguales en el género de los gigantes, muy frecuente en las viejas ferias de
esta tierra. Por aquí paraban entonces El Gigante Portugués o La Mujer más Alta del Mundo.
Ésta se exhibió en 1908, en Oviedo, compartiendo funciones del circo Bayón con
los Coros Liliput. Un viejo truco. Exhibir al gigante al lado de otras personas
de muy corta talla. Eso hacía más gigantes a los gigantes.
Fermín nunca necesitó de artificio. Era un fenómeno de
grandes proporciones. Como su jornada laboral. Cuando se exhibía en Gijón,
Oviedo y Avilés (varias veces desde 1890), se dejaba ver en muy largas jornadas
de mañana y tarde. Sólo descansaba para comer y tomar café.
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Los anuncios mostraban a Fermín Arrudi como un coloso cazador. |
Tanto tajo, tanto viaje, acababa por agotarlo. Fue su mayor
condena hasta que aprendió el oficio de fenómeno. Cuando, en el verano de 1894,
concedió una entrevista a la prensa asturiana, era un hombre tímido y educado,
que invitaba a cenar a los periodistas por aquello de no estar solo. A los 24
años recordaba sus inicios como algo lejano. Cuando le avergonzaba mostrase en
público. Bajaba la cabeza, escondía la vista, torcía el gesto. Y eso no era
bueno para el negocio. Sebastián, su descubridor, le enseñó a enseñarse. Hizo
de él un profesional. Y ganó muchos duros en el empeño.
Acabó siendo una celebridad. Se seguían sus andanzas. Allí
donde llegaba se le trataba como un visitante ilustre. Hasta fue recibido en
Palacio y convidado a chocolate por la Familia Real. En la imagen que acompaña a este
artículo lo vemos en visita a las instalaciones de la Real Compañía
Asturiana de Minas de Arnao. Era la fábrica más moderna del contorno. El lugar
adonde se llevaba a la gente singular. Y allí estaba Fermin Arrudi, entre esos
niños que no le llegaban a la cintura. Coronado por el aserrado perfil de las
naves de la fábrica de zinc. En uniforme de faena. Un baturro descomunal. Un
minero con cachirulo.
Ser famoso tenía su parte buena y la otra. Su vida privada
también era noticia. Cuando se casó con Louis Carle Dupuis en 1897, de
esa parisina de 17 años dijo la prensa asturiana que, para el gigante, era como
un reloj: “necesitaba una mujer que le acompañase siempre y va a alquilar una
de bolsillo”.
Y es que Fermín Arrudi no se despegó jamás de su profesión. Tenía
que ganarse la vida haciendo de hombre fiero y descomunal. Vivía con su propio
Míster Hyde. A su cara de gigante, mitad fatiga, mitad acromegalia, se le fue
quedando un gesto triste que paseó por medio mundo. Avergonzado ante quienes lo
veían sólo como un fenómeno. Ante quienes se burlaban de aquel inacabable cuerpo
que mostraba a cambio de dinero.
Así acabó su existencia, ahora hace un siglo. Entre barcos, trenes
y diligencias. Viendo la vida pasar a más de dos metros y veinte centímetros
del suelo.