7 ago 2013

DIVISIÓN DE OPINIONES




Cuando nacieron las plazas asturianas y, con ellas, la polémica por las corridas de toros.

Publicidad de la plaza de El Bibio en su primera temporada, hace ahora 125 años (Gijón Verano de 1888).


            Desde que hay memoria y registros, las fiestas en Asturias han sido más de prao que de albero. Cuestión de terrenos. Y de latitudes. Y también de plural y singular. Cuando las fiestas se hacen una, convirtiéndose en “la fiesta”, todo cambia. Unos ven allí la inmortalidad del arte o de las esencias patrias y otros nada más que las miserias de la muerte. Taurinos y antitaurinos.
            Parece un asunto de hoy. De Autonomías con aspiraciones de nación. Parece moda, copiada en Asturias cuando, el 26 de junio del 2008, el ayuntamiento pleno de Castrillón decidió declarar a ese concejo “contrario a las corridas de toros y amigo de los animales”. Pero no es así. El suelo de Castrillón guardaba el germen remoto de aquella causa.
No se ha inventado nada. La historia se ha vuelto a repetir. Como las figuritas de un viejo tiro al blanco, aunque las derriben una y otra vez, se levantan al otro lado del parapeto y vuelven a pasar. La controversia por la fiesta de los toros y hasta el afán de prohibición es mucho más antiguo que todo esto.
            Sucedía en la Asturias de finales del siglo XIX, atenta a un si se perdía Cuba o no. Se lloraba, como hoy, por buenas comunicaciones que hicieran llegar el carbón a los puertos. Había minas, claro. Y, más en la costa que en el interior, se buscaban nuevos ingresos tratando de transformar el veraneo en industria. Eso, sin festejos de tirón, no podía ser.
Así volvieron los toros. Las corridas eran el mejor gancho turístico que nadie pudiera conseguir. Nada de tradición. Para entonces ya eran un espectáculo importado y nuevo de buen rendimiento económico estival. Contra lo que hoy pueda pensarse, más que un vestigio de bárbaras costumbres, eran una industria con futuro. Tenían todo lo que precisa un espectáculo moderno: hecho por profesionales, para un público que paga, con reglas y edificios normalizados y, como consecuencia, mercado y circuito nacionales. Una verdadera industria cultural, antes de los espectáculos de masas.
En las plazas de Gijón (1888) y Oviedo (1889) sonaban los clarines más alto y para más personal que en ningún otro lugar. El Bibio y Buenavista estaban respaldadas por sectores de la burguesía y el comercio para atraer forasteros. Con semejantes miras, se llegó a construir una gran plaza en La Felguera. Los de Llanes no quisieron ser menos.
El “bando” festero de La Magdalena, con la marquesa de Argüelles de capitana y capitalista, edificó en 1894 un modesto edificio. Era una plaza pobre, pero tan honrada que para su primera feria la marquesa y empresaria logró que Luis Mazzantini bajara de Olimpo torero para lidiar en aquel modesto coso. Hizo el paseíllo arropado por los sones de El Invencible, pasodoble compuesto para la ocasión por el director de la banda municipal. Tarde lluviosa y gran entrada. Ganado mediano y cuatro caballos muertos.
Cartel de la primera feria de Llanes.
 Los toros triunfaban. Movían un gentío inalcanzable en otras fiestas o espectáculos. Para acudir a las grandes plazas como Gijón se fletaban trenes especiales desde Castilla y hasta barcos con pasajeros “de cabotaje” desde Luarca. Incluso para asistir a aquel primer festejo Llanisco se fletó el vapor Maria Gertrudis, en un fatigoso viaje que zarpó de Gijón el domingo 20 de agosto a las cinco de la mañana, para volver el lunes 21 a la misma hora. Veinticuatro horas por diez pesetas de ida y vuelta.
El respetable dejaba perres, eso no se podía dudar. El ganao respetaba. Y los toros daban fama y lustre a un pueblo, pero no todos se rendían a tanto arte en metálico. Una parte de la intelectualidad española y sectores republicanos y socialistas las combatieron con denuedo como exponente del atraso hispano. En Gijón todo tipo de organizaciones republicanas y obreras se manifestaron en su contra. En Oviedo lo hizo su concejal y catedrático Buylla, oponiéndose a incluirlas en los festejos de 1902. Así volvemos a Castrillón.
Intelectuales y republicanos eran los profesores de la Universidad de Oviedo que veraneaban en Salinas. Allí los calores pillaban sin cuello de celuloide a la mítica grey de los Buylla, Posada, Sela, Alas... El Grupo de Oviedo. Los adalides de las nuevas formas de enseñar y del Krausismo. Del regeneracionismo y la cercanía a las novedades de Europa. Ellos colocaban a la tauromaquia en la sentina de la civilización. En sus zapatillas no querían más arena que la de la playa y empitonaron a la Fiesta siempre que les pasó cerca.
Les parecía, y así lo dejaron escrito, un espectáculo bullanguero y golfo, que no podía ser español y que, si daba ganancias, era sólo a costa del alcohol y la degradación. Una salvajada. Cosa que hacían extensible a uno de los deportes favoritos del rey Alfonso XIII: el tiro de pichón.
Luis Mazzanitini y su cuadrilla retratados por Baltasar Cue en 1894 a punto de hacer el paseíllo en la plaza de Llanes (colección Manuel Maya).
 Se opusieron desde siempre a la Fiesta y utilizaron su capacidad de influencia para obstaculizar su paso por Castrillón e incluso intentarlo en Avilés, donde Benito Álvarez Buylla proponía en 1913 colocar un cartel a la puerta de la localidad que rezara: “Aquí no hay corridas de toros porque se trata de una villa culta”.
Pero la bolsa sonaba y cualquier pueblo se afanaba en demostrar que estaba hecho para la Fiesta. División de opiniones. Prestigio en Oviedo, turismo en Gijón, arte en Llanes y barbarie en Castrillón.