El escándalo provocado por una compañía de varietés con algo más que números de magia y prestidigitación.
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Alzado del pabellón novedades, según planos conservados en el Archivo Municipal de Mieres. |
Pronto lo
supieron en Mieres. La noche del 15 de enero. Invierno. La calle y el tiempo
hacían buscar cuartel. Por ejemplo en un llagar
de aquellos de “a perrona la meada”. Allí se contaban los sucesos del día.
Muchas novedades no pasaban entonces por el camino de Mieres. Así que, entre
aldeas y montañas, acaparaba los comentarios una compañía de varietés que,
capitaneada por un transformista de cierto renombre, tenía la intención de
actuar los días próximos en el Salón Novedades (también llamado Cine Mierense).
Era el
Novedades un pabellón céntrico y flamante, con más posibilidades escénicas que
el Café Oviedo o el Café París, aunque finalmente de escasas pretensiones. De
esos locales situados en la frontera del cine. Justo en el momento en que
abandonaba la feria y no había alcanzado aún la respetabilidad. No echaba
raíces del todo. Por eso el local fue, hasta en su concesión municipal,
efímero. Poco más que una barraca, con el indispensable escenario para los
números de varietés y una distribución entre general y preferencia
idéntica a los entoldados de las ferias. Allí estaba, desde el 15 de junio de 1912, en la calle Guillermo
Schulz número 8, lindando con el patio de la Escuela de Capataces.
Un teatrito de
cuarta. Muy apropiado para aquella compañía de varietés, con tan sólo cuatro
miembros. Uno de ellos, por cierto, de raza negra, cosa que no pasó inadvertida.
Provocó gran expectación que pronto se tradujo en novedades. Como llevadas por
viento de castañes, las noticias
corrieron desde la fonda donde se hospedaba la troupe hasta el chigre donde se procesaba la información. Decían
que el chaval, pues tan sólo era un adolescente, no dormía con el resto de los
artistas, sino que éstos, ejerciendo de amos, lo encerraban bajo llave en una
cuadra próxima a la fonda, donde le servían las sobras de la comida en un duernu. Cama para ellos, pesebre para
él.
Hace
justamente un siglo. En el Mieres de entonces todo se sabía. La indignación de
los parroquianos del llagar iba en
aumento a medida que se consumían las perronas. Eran, aproximadamente, una docena
de parroquianos y decidieron confirmar tan llamativas averiguaciones.
Al salir a la
calle sumaban ya varias docenas. Daban las nueve de la noche cuando la
cuadrilla de justicieros se juntó, a la puerta de la cuadra, con el propietario
del cine, Enrique Suárez. Todos decían tener el mismo propósito: liberar a
quien las autoridades calificaron de “núbil morito”. Pero sólo el señor Suárez
tenía la llave. Lo que, para el pelotón a punto de derribar la puerta, sirvió
de prueba acusatoria.
De poco
sirvieron las explicaciones del dueño del cine. De nada decir que la llave
pertenecía al jefe de la compañía. Que se la había pedido para liberar al chico
y lleváserlo a pasar la noche a su casa si hiciera falta. El grupo no atendió a
aquellas razones. Rodeó al dueño del Novedades. Del clamor de justicia, pronto
se pasó al recuerdo a las madres y, en nada, a las manos.
Entre
denuestos y mamporros se liberó al cautivo y fue llevado a presencia de la Autoridad en la Inspección Municipal
y más tarde del alcalde en funciones. Allí el chico denunció lo evidente: era víctima
de malos tratos. El resto de la compañía se defendió contando la historia de
aquel infeliz al que, textualmente, “habían cazado en un bosque de Casa Blanca y,
compadecidos de él lo habían prohijado para educarlo”. Que lo del maltrato era pura
apariencia, un castigo ocasional “por haber faltado a la señora”. Para mayor
abundamiento en su defensa, el jefe de la compañía afirmaba que el chico estaba
allí por voluntad propia y por su obstinación, pues lo había despedido varias
veces. “Lo deja a quien quiera quedárselo”.
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Escuela de Capataces de Minas de Mieres (actualmente Casa de Cultura Teodoro Cuesta) en años próximos a los hechos narrados. Su patio lindaba con el Salón Novedades. |
Como se ve,
aún en su defensa, aquel desalmado transformista mostraba la verdadera cara de
las cosas. Un ahorro de buen trato que iba más allá de la peseta por noche de
la fonda. Un escándalo, que circuló por todo Mieres.
Entonces y en
aquellos ambientes, no era cosa tan extraña. La presencia de niños en las
compañías de varietés era una parte esencial del espectáculo. Los números
infantiles, un género dentro del género. Y los abusos, permitidos, siempre que
nos se estropease “el género”.
La situación llegó al punto de que el 16 de marzo de 1909, se dictaba
un Real Decreto "para evitar la explotación de los artistas en los cafés
cantantes". No por ello cesaron los abusos laborales a menores. Poco se
podía hacer. Era parte del show y la
única escuela que conocieron figuras de talla mundial como Charles Chaplin o
Buster Keaton.
Y si de
escuelas hablamos, los “amos” de aquel esclavo que pasó por Mieres, defendían
su labor como parte de la instrucción del rapaz. Parecía sólida la explicación
que dieron a las autoridades locales pues, dijeron, sólo habían transcurrido
cinco años desde la “adopción” y el morito “contaba ya hasta diez”.