14 ago 2013

LOS SABLAZOS DE LA CHELITO

 Tumultos, cargas y avalanchas en Gijón por algo más que una pulga.


   


        A la Casa de Socorro de Gijón acudieron, el 2 de septiembre de 1913, los siguientes heridos: Benjamín Fernández, 19 años, con erosiones en el codo izquierdo, Álvaro Fernández, de 29, con herida cortante en la pierna y brazo derechos y Emilio González, de 18 años, con herida en la cabeza y brazo izquierdo. Tres víctimas de Consuelo Portela, la legendaria “Chelito”.
Todo sucedió en una barraca del paseo de Begoña, el cine Modernista para más señas. Eran las once de la noche. Seis guardias municipales, mandados por el cabo España, formaban cordón para intentar evitar lo que cada noche acontecía. En la última función, el público, que esperaba para entrar con y sin localidad, se lanzaba contra la puerta de general sin dejar salir a los de la función anterior. El sitio era poco, las localidades sin numerar y todos querían ganar plaza lo más cerca posible de la artista.
Guardia Municipal en Gijón en 1913 (Vinck).
Quienes salían, aseguraban que tanto esfuerzo merecía la pena. Pero no se necesitaba mucha publicidad, en otros lugares habían pasado cosas semejantes. Consuelo Portela, “La Bella”, “La Ideal Chelito”, llevaba su fama en vanguardia. Como un pelotón de gastadores le iba abriendo camino hacia sitios, para algunos, poco recomendables.
En 1913 era una cupletista célebre, precisamente por practicar un tipo de cuplé por entonces pasado de fecha. Entre las estrellas se llevaban ya las “variedades selectas”. Finas canciones sin nada molesto o ambiguo. Enemigas de los dobles sentidos y las frases procaces. Pero ese no era el género de La Chelito. Ella coqueteaba aún con el cuplé subido de tono, que sobrevivió en su repertorio, trufado de rumba, al cambio de gusto.
            En Gijón, claro, se conocían sus andanzas. Cuando esto sucedía Consuelo Portela era una mujer joven, en plena madurez artística y física. Ya no la adolescente que incendiara las tablas de sus primeros bolos. Había perdido su talle de avispa, pero, además de kilos, había ganado la sabiduría y el savoir-faire para enseñar esa carne sobrante al descuido. Todo a favor del negocio.
 No hacía ni dos años de su presentación triunfal en el Trianón Palace madrileño. Sólo tres desde que había puesto boca abajo a La Habana subida a las tablas del teatro Payret. Allí se hicieron fósforos, cajas de puros y hasta corbatas “Chelito”. Jugaba en casa. Había nacido en Cuba cuando aún era España y su padre, capitán de la Guardia Civil, estaba allí destinado.
            En el centro del lío, la canción que la haría célebre. Esa “pulga” picando cuerpos jocundos, desde que la inventara Eduardo Montesinos para Pilar Cohen. Sin embargo, dentro de la camisa de Consuelo Portela alcanzó nuevos bríos, mostrándole al respetable como “salta y corre y loca se desliza”. Públicos de provincias, como los que cantaba Fornarina en otro cuplé, donde “los viejos abundan y los casados más”.
Chelito los iba macerando durante toda la actuación. Un descuido aquí, una postura allá. Afligía su carne con mil penitencias, que descubrían trozos de piel en busca del maldito insecto díptero que por todos los sitios se metía. Cuando, al final, cantaba aquello de “yo les suplico volver atrás la cara porque no quiero que vayan a ver nada”, la concurrencia masculina se levantaba en armas.
Eso y no otra cosa se vio en el cine Modernista. Aquella noche los guardias municipales, desbordados por los acontecimientos, no encontraron mejor solución para restablecer el orden que sacar el sable. Y brillaron los aceros.
Paseo de Alfonso XII en Gijón, lugar donde se instalaban las barracas de feria (Octavio Bellmunt).
Fue la marabunta. Los espectadores corrieron en todas direcciones y muchas personas de las que entonces paseaban por Begoña hicieron lo propio contagiadas por el pánico. Todo acabó en escándalo. Y el cine cerrado por orden del Juzgado de Instrucción de Oriente.
La polémica fue enorme. No todo el mundo veía proporcionado el castigo a la falta. Ni siquiera el alcalde en funciones, señor Menchaca. Algunos creyeron que los guardias municipales de Gijón habían matado pulgas a sablazos. Pero he aquí que la Sociedad Antiflamenquista Cultural y Protectora de Animales y Plantas había nacido ese mismo año para complicarlo todo. Para que la mano fuese aún más dura y el filo más cortante contra “el trabajo realizado por cierta artista de varietés”.
Se abrió un sumario por faltas a la moral y declararon, encantados, algunos miembros de la Sociedad Antiflamenquista. Lo que no volvió a abrir, al menos con La Chelito, fue el cine Modernista. Una semana después la cupletista emigraba a los Campos Elíseos (a los de Gijón), donde el empresario Manuel Dindurra dio cuartel a La Chelito junto a Preciosilla. Ellas engordaron la recaudación del teatro-circo.

Pero el escándalo las perseguía. Mandado por el Gobernador Civil, el teniente de seguridad, señor Cañellas, obtuvo dos fotografías durante uno de los bailes. Tal despliegue de medios científicos tenía por objeto acreditar la forma en la que se presentaban las artistas. La pose debió ser conforme a la moral pues, a partir de ahí, no hubo nada.
El alboroto era parte del negocio. La reputación de La Chelito no corría peligro. Su madre y representante, velaba para que no mejorase. La única mejoría posible era la de los heridos que salían de la Casa de Socorro de Gijón.