15 ago 2013


El paso de los siglos XIX al XX fue mucho más que un cambio de siglo. La sociedad estaba cambiando también. En un lugar como Asturias, con la llegada de la industria moría la sociedad tradicional y aparecían todos los adelantos, a la vez que lo sorprendente se ocultaba en los espectáculos y en la fería con sus barracas de varietés: forzudos, gigantes, cupletistas, niños prodigio, cinematógrafo, reyes de la aersotación, futbolistas y hasta esclavos....

      Juan Carlos De la Madrid, doctor en Historia y autor de varios libros sobre espectáculos y cine de aquellos tiempos, rescata en este blog sus artículos publicados sobre el tema en el diario La Nueva España (vea aquí esas páginas).


Otros blogs del autor:






14 ago 2013

LOS SABLAZOS DE LA CHELITO

 Tumultos, cargas y avalanchas en Gijón por algo más que una pulga.


   


        A la Casa de Socorro de Gijón acudieron, el 2 de septiembre de 1913, los siguientes heridos: Benjamín Fernández, 19 años, con erosiones en el codo izquierdo, Álvaro Fernández, de 29, con herida cortante en la pierna y brazo derechos y Emilio González, de 18 años, con herida en la cabeza y brazo izquierdo. Tres víctimas de Consuelo Portela, la legendaria “Chelito”.
Todo sucedió en una barraca del paseo de Begoña, el cine Modernista para más señas. Eran las once de la noche. Seis guardias municipales, mandados por el cabo España, formaban cordón para intentar evitar lo que cada noche acontecía. En la última función, el público, que esperaba para entrar con y sin localidad, se lanzaba contra la puerta de general sin dejar salir a los de la función anterior. El sitio era poco, las localidades sin numerar y todos querían ganar plaza lo más cerca posible de la artista.
Guardia Municipal en Gijón en 1913 (Vinck).
Quienes salían, aseguraban que tanto esfuerzo merecía la pena. Pero no se necesitaba mucha publicidad, en otros lugares habían pasado cosas semejantes. Consuelo Portela, “La Bella”, “La Ideal Chelito”, llevaba su fama en vanguardia. Como un pelotón de gastadores le iba abriendo camino hacia sitios, para algunos, poco recomendables.
En 1913 era una cupletista célebre, precisamente por practicar un tipo de cuplé por entonces pasado de fecha. Entre las estrellas se llevaban ya las “variedades selectas”. Finas canciones sin nada molesto o ambiguo. Enemigas de los dobles sentidos y las frases procaces. Pero ese no era el género de La Chelito. Ella coqueteaba aún con el cuplé subido de tono, que sobrevivió en su repertorio, trufado de rumba, al cambio de gusto.
            En Gijón, claro, se conocían sus andanzas. Cuando esto sucedía Consuelo Portela era una mujer joven, en plena madurez artística y física. Ya no la adolescente que incendiara las tablas de sus primeros bolos. Había perdido su talle de avispa, pero, además de kilos, había ganado la sabiduría y el savoir-faire para enseñar esa carne sobrante al descuido. Todo a favor del negocio.
 No hacía ni dos años de su presentación triunfal en el Trianón Palace madrileño. Sólo tres desde que había puesto boca abajo a La Habana subida a las tablas del teatro Payret. Allí se hicieron fósforos, cajas de puros y hasta corbatas “Chelito”. Jugaba en casa. Había nacido en Cuba cuando aún era España y su padre, capitán de la Guardia Civil, estaba allí destinado.
            En el centro del lío, la canción que la haría célebre. Esa “pulga” picando cuerpos jocundos, desde que la inventara Eduardo Montesinos para Pilar Cohen. Sin embargo, dentro de la camisa de Consuelo Portela alcanzó nuevos bríos, mostrándole al respetable como “salta y corre y loca se desliza”. Públicos de provincias, como los que cantaba Fornarina en otro cuplé, donde “los viejos abundan y los casados más”.
Chelito los iba macerando durante toda la actuación. Un descuido aquí, una postura allá. Afligía su carne con mil penitencias, que descubrían trozos de piel en busca del maldito insecto díptero que por todos los sitios se metía. Cuando, al final, cantaba aquello de “yo les suplico volver atrás la cara porque no quiero que vayan a ver nada”, la concurrencia masculina se levantaba en armas.
Eso y no otra cosa se vio en el cine Modernista. Aquella noche los guardias municipales, desbordados por los acontecimientos, no encontraron mejor solución para restablecer el orden que sacar el sable. Y brillaron los aceros.
Paseo de Alfonso XII en Gijón, lugar donde se instalaban las barracas de feria (Octavio Bellmunt).
Fue la marabunta. Los espectadores corrieron en todas direcciones y muchas personas de las que entonces paseaban por Begoña hicieron lo propio contagiadas por el pánico. Todo acabó en escándalo. Y el cine cerrado por orden del Juzgado de Instrucción de Oriente.
La polémica fue enorme. No todo el mundo veía proporcionado el castigo a la falta. Ni siquiera el alcalde en funciones, señor Menchaca. Algunos creyeron que los guardias municipales de Gijón habían matado pulgas a sablazos. Pero he aquí que la Sociedad Antiflamenquista Cultural y Protectora de Animales y Plantas había nacido ese mismo año para complicarlo todo. Para que la mano fuese aún más dura y el filo más cortante contra “el trabajo realizado por cierta artista de varietés”.
Se abrió un sumario por faltas a la moral y declararon, encantados, algunos miembros de la Sociedad Antiflamenquista. Lo que no volvió a abrir, al menos con La Chelito, fue el cine Modernista. Una semana después la cupletista emigraba a los Campos Elíseos (a los de Gijón), donde el empresario Manuel Dindurra dio cuartel a La Chelito junto a Preciosilla. Ellas engordaron la recaudación del teatro-circo.

Pero el escándalo las perseguía. Mandado por el Gobernador Civil, el teniente de seguridad, señor Cañellas, obtuvo dos fotografías durante uno de los bailes. Tal despliegue de medios científicos tenía por objeto acreditar la forma en la que se presentaban las artistas. La pose debió ser conforme a la moral pues, a partir de ahí, no hubo nada.
El alboroto era parte del negocio. La reputación de La Chelito no corría peligro. Su madre y representante, velaba para que no mejorase. La única mejoría posible era la de los heridos que salían de la Casa de Socorro de Gijón.

UN ASTURIANO EN LES CORTS DEL REY RICARDO



El portero ovetense Óscar fue protagonista en el primer enfrentamiento de selecciones de fútbol Cataluña-España.



Óscar caricaturizado por Roca en 1924.



          El 13 de marzo de 1924 Óscar Álvarez, portero de fútbol, abandonaba cabizbajo el terreno de juego. Un campo de Les Corts lleno de público y de reproches en voz alta. No tenía cuerpo para nada. Y menos para pensar que estaba siendo personaje principal en un pequeño hecho histórico.

            Estamos en el inicio de esa recurrente polémica de las selecciones nacionales. Los felices veinte. Los estadios crecían para llenarse de trabajadores, con el permiso de su recién nacida jornada de ocho horas. Pagaban por ver a ídolos de masas a punto de ser profesionales.

            Para ellos los equipos de fútbol empezaban a representar a sus lugares de origen en algo más que deporte. Las entonces llamadas “pasiones regionales” estaban en una ebullición que enfrió Miguel Primo de Rivera haciéndose con las riendas del país.  Las echó de la calle, pero se refugiaron en las gradas.

            En aquel fútbol dominaba Cataluña. Y algunos catalanes querían tener selección propia. La española, de sólo cuatro años de vida, contaba ya con figuras en sus puestos principales. Hablo de Samitier o, sobre todo, de Ricardo Zamora, “El Divino”. Aquel portero de fama mundial del que, se decía, volvió al Español desde el Barcelona a cambio de 25.000 pesetas de ficha y 5.000 pesetas de sueldo. Mucho dinero para 1922.

En otra galaxia vivía Óscar una historia paralela. Este modesto guardameta del Real Stadium Ovetense fue convocado once veces con la selección española, pero no llegó a debutar. Ricardo Zamora cerraba el camino a todo aquel que quisiera pasar por su portería. Salvo lesión u omisión, era imposible jugar con la Selección si él estaba allí. Hasta aquella tarde de marzo de 1924.

Un año antes, en el campeonato interregional, la victoria de la selección asturiana lanzó a Óscar a la fama. El equipo fue recibido en Asturias por instituciones, autoridades y una muchedumbre que llenó las calles y el aire de vítores heroicos. Sobre todo para tres jugadores: Meana, Zabala y Óscar, bautizado, en toda España, como el Zamora asturiano. 
Óscar, primero por la izquierda de pie, en la selección asturiana que se proclamó campeona de España, derrotando a Galicia en Vigo por 3-1, el 23-II-1923. Junto a él forman: Germán, Zabala, Bolado, Bango, Argüelles, Amán, Barril y Meana. Sentados: Comas y Corsino.
 Esto influyó en la decisión de contar con él para aquel singular partido Cataluña-España. Al fin iba a ser titular en la selección… pero en la catalana. Una forma de compensar que tres figuras de la talla de Zamora, Samitier y Piera, siendo catalanes, jugaran con la selección española. Pero al público no le gustó y, con silbidos y abucheos, se lo hizo saber a Óscar desde el primer momento. Les Corts era un campo nuevo, moderno, mucho campo para tenerlo en contra. Sobre todo si jugabas en casa.

Y allí estaba “Oscarín el del Oviedo”. Portero en el exilio que, por una vez, iba a poder vérselas frente a frente con El Divino. En la Selección y en la casa de Zamora hasta hacía poco más de un año: el campo del Barcelona.

Pero aquella portería quemaba. Y aquel campo bramaba. Muchas gargantas. Muchas más de las que Óscar acostumbraba a oír en campo ninguno. Les Corts tenía aforo para 25.000 espectadores. Demasiados decibelios.

Pocos gritos de ánimo. Mucho hincha hinchando el ambiente hasta reventar. Un asturiano defendiendo la portería catalana no fue comprendido por quienes entendían que aquel partido no era una pachanga. Que la selección catalana era rival y no sparring de la española. Que había selecciones y había naciones.
Campo de Les Corts en 1922 (FC Barcelona).
             Fuera por eso, por los nervios, por la fatalidad, o por alguna nefasta conjunción planetaria, aquel no fue el día de Óscar. No parecía el cancerbero que lucía ya en los campos de media España.

             Un córner de Piera fue despejado débilmente por Óscar y Zabala remató el primer gol. Fueron dos cuando el portero se metió un balón que Aguirrezabala sólo había querido centrar al área. En el tercero Óscar, con un mal rechace, puso el balón a los pies de Laca. Sólo el cuarto, de Aguirrezabala y el quinto de Samitier, fueron resultado de jugadas de gran mérito. Cero a cinco y sólo medio partido.

Al descanso Óscar se quedó en la caseta, y eso para un portero es sentencia. Ocupó su puesto Estruch, guardameta del Sabadell, que sólo entró dos veces a buscar el balón a las mallas, aunque las crónicas hablaron de dos tiros imparables. Lo contrario pasó con Óscar, de quien todos dijeron que cuatro de sus cinco goles habían sido el colmo de la inocencia.

            La prensa, sobre todo la catalana, no tuvo piedad. No se olvidaba el 0 a 7. Para unos, su actuación desmoralizó a la selección catalana, para el resto los calificativos recorrieron el abanico que va desde “mediocre” a “desastrosa”. Unanimidad: la selección española era mejor, pero el partido lo había perdido Óscar. Capdevilla, desde las páginas de Madrid Sport, resumía el veredicto: “¿Quién duda que Zamora es el único?”

Tardó en recuperarse. Se despistó algunos partidos más, pero a Óscar no se le había olvidado el juego que con tanto esfuerzo aprendió en equipos de barrio como el Fresno o el Athletic de Campomanes. Enderezó su carrera y fue un mito del Real Oviedo. Contribuyó, con sus paradas y sus gestiones, al nacimiento del club, tras la fusión del Real Stadium Club Ovetense y del Real Club Deportivo Oviedo en 1926.

Aunque, para siempre, llevó consigo el recuerdo de aquella tarde triste en la que, por fin, jugó con la selección española… pero en la otra portería.

 


 

10 ago 2013

EL ÚLTIMO CINE URBANO DE ASTURIAS

ÚLTIMAS TARDES CON MARTA
Capítulo I: El escenario

Gran programa doble en color con historia, reflexiones, sucedidos y mucha tristeza por el cierre de los Multicines Marta.




Hace algún tiempo, de paseo por la calle de Rivero, una esquela llamó mi atención. No suelo reparar en semejante publicidad. Fuimos muy jóvenes y ya empezamos a ser muy viejos. Y se nota. Avilés está empapelado con esos heraldos de La Parca y llegan a hacerse invisibles. Orlas de luto se ven por las paredes, en los lugares de paso, en los puntos de reunión de jubilados, en la fachada del ayuntamiento…pero ¿en un cine? ¿Quién, que no fuera Sergio Leone, podría anunciar la muerte en las paredes del Marta?
            Al acercarme encontré la explicación. Esa última hoja volandera llevaba el nombre de Félix, acomodador que fue de ese cine en los días de la sesión doble. Anunciaba su última función en la tierra, entre afiches y horarios, junto a la misma vitrina donde durante tantos años él custodió las tardes de la fantasía de Avilés.
Me pareció una forma muy respetuosa de despedirse del público al que tantas tardes llevó hasta su butaca. Pero, de inmediato, se apagó el recuerdo de la linterna del bueno de Félix. Tuve un mal fario, un pálpito negro, un escalofrío. Y me pareció que la esquela anotaba más de un finado. Que aquella muerte anunciada en los muros del cine era algo así como la mota negra de “La isla del tesoro”. Eso tenía que ser. La de la guadaña venía para llevarse, con uno de sus viejos servidores, al mismísimo Marta.
Aquel escalofrío no fue en barbecho. Ahora se cumple su fatal augurio, con la desaparición de este local de proyecciones. Uno de los edificios más singulares de Avilés, tal vez del mundo entero. No creo que exista, en censo o repertorio alguno, un cine construido en 1706. Un cine nacido dos siglos antes de la invención del cine.
Ahí empezó una historia que merecería ser escrita, rodada, montada y expuesta en una de sus pantallas. Si hubiera tiempo. Si hubiera espectadores que quisieran pagar por verla, IVA incluido. Imaginemos que es así. Que estamos sentados en la butaca del Marta, en una de sus mejores tardes, para asistir a la película de su propia vida.
Nada más pasar los créditos iniciales, un flash back altera la narración y, como en una cinta clásica, empieza un movimiento de cámara hasta la cara del protagonista, mientras la imagen se desvanece y, entre espirales y músicas oníricas, llega a otro lugar y a otro tiempo.
 “Ye contada”, dicen en la butaca de al lado.
Exterior día. Principios del siglo XVIII. Por las calles embarradas de Avilés avanzan las botas de Rodrigo García Pumarino. Ha vuelto rico del Perú. El oro y eso, ya saben. Está al principio de Rivero. Plano general. Al fondo, en dirección a la ría, se ve cercana la marisma. Habla con los Menéndez Camina. Padre e hijo. Los primeros arquitectos de Avilés, puede que de Asturias. El cliente quiere un edificio como las consistoriales, moderno y que dé idea de la importancia de su propietario. Y con mucho ornamento. Qué se vea bien. Con adornos en la fachada en forma de conchas, como las de su colección. ¡Será por pesos!
“Ye de espades”, dice uno. “¡Dónde ta el cine!” Protestan en la butaca de al lado.
A eso iba la escena siguiente. Un flash forward, salta al futuro hasta llegar a la posguerra del siglo XX. Elipsis narrativa, para abreviar y que no se vayan mis compañeros de fila. Aquel edificio que estrenara el rico indiano ha pasado por muchas vicisitudes: palacio de unos, palacio de otros, colegio de algunos y finalmente, pasto de la piqueta.
Esta es la escena en la que entra el cine. Ya tiene frase. Si fuese hoy estaríamos protestando por su llegada. No fue, desde luego, respetuosa con el edificio. Una adaptación muy dura para un uso jamás pensado por los constructores del palacio, se llevó por delante buena parte de su estructura conservando sólo la fachada principal.
De alguna forma lo convirtió en un decorado de película. Como un saloom de los spaghetti western que no tardarían en pasar por sus pantallas. Pórtico a la calle y detrás nada. Todo de mentira. Películas.
Los tiempos mandaban y el cine, entonces, era la diversión más barata. Aquella en la que los pobres podían olvidar las penas y el frío. Era 1949 y en Avilés se habían abierto nada menos que tres salas en una dura década. Todas ellas en edificios construidos para cine. El tiempo la fame empezaba a pasar. Cine para reír, cine para llorar, cine para pasar la tarde, cine para…conocerse mejor. Más cine, por favor.
Del proyecto y la dirección de obra se encargó Juan Corominas. Quería ser una suntuosa sala de espectáculos y se impuso al no menos suntuoso palacio anterior, derribando todo aquello que molestaba. Se alabó mucho el gusto del arquitecto al conservar la fachada. Pero cierto es que la pérdida de arquitectura histórica fue descomunal.
Le pusieron en la pila “Marta y María” por la novela de Palacio Valdés que desarrolla parte de su trama en el palacio de Llano Ponte. Ese que ahora dejaba su corta osamenta al edificio peliculero. Y, desde entonces para siempre, ha sido “El Marta”. Un vecino más de la calle de Rivero.
La sala fue pasando por todos los estadios que reflejaron la evolución de la exhibición cinematográfica en Avilés. Programa doble, sesión continua, primer cierre y conversión en cine de estreno al borde de los ochenta. Segundo cierre y multisalas, dos arriba y dos abajo, en los noventa. Y así llegó al siglo XXI.
Ahora le tocaba la última cruzada. El paso a la proyección digital. Pero ya no hay dinero. Ni espectadores, que eso y no otra razón lo explica todo. Lo han dejado solo. Y se va, abandonando un monumento mondo que, sin uso, es de difícil conservación. Al menos esa fachada noble. Otro problema sobre el problema.
Este cine era un personaje. Un ciudadano de Avilés por el que ya están tocando a muerto. Hay duelo y no es con revolver. Va a ser difícil vivir sin él. Esta misma tarde la familia recibe, a las 19 horas, delante de su fachada e invita a todos los amigos que tuvo en vida (pocos últimamente) a que muestren su tributo y su respeto. No se puede faltar. De algo servirá.
Como en las películas del viejo Tarzán, el cine se aleja más allá del monte Mutia, hacia un lugar misterioso en los confines del África imaginaria, a salvo de la codicia de los blancos. El Marta se retira, lento, herido de muerte, en busca del cementerio de elefantes. Muchos otros lo hicieron antes. Es el último de su raza.
Ni Harry el Sucio podría alegrarnos este día. Parece que estamos en el final de la cuenta atrás para el Marta. El Llanero solitario, el único testigo de una forma de ver cine que se muere con él. Fue el más valiente entre mil, resistió, solo ante el peligro, siendo el último Mohicano de los cines urbanos. Se ha mantenido heroicamente en El Álamo del abandono hasta que llegó su hora. 

ÚLTIMAS TARDES CON MARTA
Capítulo II: Los figurantes


Sesión continua donde se demuestra que el cine de barrio no lo inventaron ni Carmen Sevilla ni Concha Velasco.


Era 23 de enero y 1949 cuando el Marta se puso de largo. Las crónicas decían que “la pantalla refleja con minuciosa claridad todas las escenas” y además que “nada de cuanto dicen los actores se pierde”. Gran pantalla y gran espectáculo de luz y sonido. Todo para asegurar el confort: anfiteatro, salones de fumar, cantina y amplios servicios higiénicos. Y, por si fuera poco, película americana: “Río Abajo”.
Hollywood conquistaba al respetable, que se sabía de memoria a sus actores famosos y los jaleaba en el perfecto idioma del imperio hispano: “Burlan Caster”, “Tirone Pover”, “Cargable” o “Joni Mismuller”.
Poco después, con el programa doble y la sesión continua, las películas de estreno y los clásicos americanos empezaron a escasear. No faltaban los tarzanes, los Hermanos Marx o Abbot y Costello. Pero los años más rentables del Marta fueron otros. A partir de los sesenta. Llenos de cine de serie B, de cine popular en el que España, a la que no dejaban entrar en el Mercado Común, coproducía en asociaciones tranvía del verdadero mercado común del cine, en cintas hispano-franco-italo-alemanas.
Películas toleradas que los niños siderúrgicos y posiderúrgicos veían, por la cosa de los horarios escolares, una vez y media, para enlazar un final con el principio que se habían perdido. Tardes de sesión continua y merienda compartida con los legionarios de un imperio romano presentado por Filmax, en el que estaba permitido repetir secuencias, prestadas de unas películas a otras. Allí estaban todos los peplums del mundo, desde “El Coloso de Rodas” a “Brazo de hierro”. Películas de heridas ahítas de salsa de tomate, que para nosotros sólo podía ser Tomate Frito Solís (¿había otras marcas?).
Cine de forzudos como Maciste, Ursus o Taúr, salidos de gimnasios sin controles antidoping, donde entrenaban los cachas oficiales del cine italiano como Gordon Scott. Con todo tipo de excesos y exhibiciones atléticas poco creíbles por la pobreza del trucaje. Como esa escena final de “Taúr rey de la fuerza bruta”, donde el susodicho lanzaba una mole de muy evidente cartón piedra ante el enfado del gallinero que reía, silbaba y protestaba. Porque, entonces, los espectadores decían cosas en voz alta. No a los otros espectadores: ¡a los actores! Lo juro por mi madre (que también estaba allí).
 El Oeste viajaba al Sur, hasta Almería. Lleno de vaqueros cubiertos por el polvo del desierto de Tabernas o de las rocas aborregadas de Burgos y Madrid. Un ciento de pistoleros desenfundaban antes de que los de gallinero empezasen a contar los muertos a  gritos. Tenían cara de Jesús Puente o de Frank Braña y se llamaban, por ejemplo, Latimer. Mejicanos con la faz de Fernando Sancho, siempre Carrancho, o indios equipados con reloj de pulsera marca Seiko (que Yemo vendía en la puerta de al lado).
Superhéroes al margen del Imperio Marvel, tan de barrio como el mejicano Santo, El Enmascarado de Plata. Y otros con trucos lamentables e historias como la de Superargo, antiguo campeón de lucha libre reconvertido al servicio secreto, gracias a su traje repelente a las balas, a su sangre autocurativa y, por qué no decirlo, a su esposa: Mónica Randall.
No se quedaban atrás Los Tres Supermen, que tenían actores compartidos con  Maciste y Hércules y exhibían trajes indestructibles y el suficiente “rostro” para desarrollar argumentos como  “Los tres supermen en la selva”, “Tres superhombres en el oeste”, o, para qué seguir, “Los tres supermanes contra el Padrino”.
Resulta que ahora, todas ellas y muchas otras, son películas de culto y se les dedican festivales y todo. Sin duda era un cine honesto. Solo pretendía divertir.
En los ochenta el Marta volvió a abrir como cine de estreno con películas de las que ya anunciaba la tele, como “Phantasma”, y aguantó el tirón de la transición al destape de los Chaplin o del lujo del Almirante y el Canciller (cosa que no pudo hacer el Florida). Ayudaba el anuncio de Almacenes Py. Ese de “su majestad la maleta”. Un clásico.
En los noventa, ya saben, cuatro salas ya veteranas, con un personal entregado que compensa cualquier deficiencia, como la fritura del sonido de la Sala 3.
Y, si este artículo se me está ablandando más de la cuenta hasta parecer una escena de “Cinema Paradiso”, no me echen la culpa. Sepan comprender. Cuando yo vine al mundo el Marta ya estaba en él y, desde entonces, siempre hemos estado juntos. Fue el lugar donde más veces he sido feliz en mi infancia. Como a los paraísos perdidos, no he dejado de volver a él con mis padres, con mi hermano, con mi novia, con mis hijos. El paseo de los viernes para ver lo que “echan” en el Marta ha marcado mi vida hasta anteayer. Se va una parte de mi paisaje. Un lugar que está en mis sueños y que estuvo en mis mejores horas de juego. Por el que sacrifiqué la playa, por el que planté a alguna novia que luego se enfadó mucho (peor para ella), por el que hice colas interminables y por el que piré, con gran alegría, más de una clase.
Otros cines han sido pasto de la piqueta, pero éste será víctima de los tiempos. Del fin de unos tiempos. Los del celuloide y los del visionado de cine en salas convencionales. No se sí, como diría Almodóvar, hay alguna posibilidad, por pequeña que sea, de salvar al Marta (desde abonos anuales al padrinazgo de butacas). Cuenten conmigo para todo. Pero un cine necesita espectadores y eso es lo que viene faltando desde hace años. No sé qué hacer. Jamás padecí la horrible pesadilla de vivir en una ciudad sin cines.
Si supiera donde están, llamaría a Superargo, a los Supermen, incluso a Los Diez Gladiadores. A los diez. Y les pediría que, con brazo de hierro, gestionaran esta empresa de exhibición. Que encontrasen a un santo, mejor si era enmascarado y de plata, para repartir cuartos entre los amables trabajadores de este cine. Que le hiciera una llave de lucha libre a los malos tiempos para sacar del pozo al Marta. Buscaría a los hermanos Marx, para que atizasen la caldera de la esperanza, trayendo madera e ideas de cualquier sitio. Convencería al león del Mago de Oz para que, en arrebato de valentía, se pusiera a la puerta del cine para impedir el paso de los hombres de negro. Llamaría al sheriff Kane para poner orden, de una vez por todas, gastando sólo un puñado de dólares. Más no hay.
Que vengan todos a mi señal. El Bueno, el Feo y el Malo también.
Si alguien tuviera la bondad de darme la dirección de Taúr le pediría que, con su fuerza bruta de siempre, hiciera un supremo esfuerzo, removiera su última roca falsa para acabar con los problemas verdaderos que matan a este cine que tanto quiero.
Ojalá llegue este salvamento en el último momento. Si es así, juro por mi honor que, aunque se note el truco, hablaré con los de gallinero para que no silben, ni se rían, ni protesten, ni nada.
Para que la gente vuelva al cine y el Marta nos dé todavía muchas tardes felices.


9 ago 2013

GIGANTE A LA FUERZA



A Lucía García Martínez, cuyo padre se encontró un día con el Gigante.

El paso por las ferias asturianas, entre monstruos y forzudos, de El Gigante Aragonés. Un fenómeno de grandes proporciones.



Un cuerpo inacabable ante las naves de la Real Compañía Asturiana de Minas (Archivo Histórico de Asturiana de Zinc).


             Cuentan las leyendas del Pirineo que en el funeral de Fermín Arrudi se necesitaron seis hombres fuertes para llevar el mayor ataúd hasta entonces conocido. Murió a los 43 años, pero había vivido lo que otros en cinco vidas.
Fermín era alto. Muy alto. Un gigante. Y era de Aragón, del Alto Aragón, decían los chistes. Con ambas cualidades de nacimiento se labró el futuro profesional, siempre pegado a un nombre artístico que no le abandonó jamás: El Gigante Aragonés.
Así se anunciaba en las ferias y en algunos teatros. También como el Gigante Español o el Coloso de la Montaña. Era un fenómeno. Es decir, algo fuera de lo normal, descomunal o, como lo define la Real Academia, “persona o animal monstruoso”. Esta última definición cuadra perfectamente con lo que vendían las ferias de finales del siglo XIX. A tipos como él. Algo que la gente pagaba por ver, aunque no hiciera más que estar. Eso era todo. A 25 céntimos la entrada, 15 para niños y militares.
La publicidad de sus actuaciones decía aquello de “el fenómeno será visible en…” Fermín se ganaba la vida dejándose observar. Y eso cansa.
Había mucho que ver. Aunque hay discrepancias sobre la estatura de Arrudi, su talla rebasaba, sin duda, los 2,20 metros. El resto de su anatomía era carne de cañón para la publicidad y para una mitología que, desde su pueblo de Sallent de Gállego, se extendió hasta hoy por todo el Pirineo: que si por su sortija pasaba una moneda de diez céntimos, que si su pie medía cuarenta centímetros de largo por diecisiete de ancho, que si con su pulgar cubría una moneda de los duros antiguos. Ciento setenta kilos de impresionante percha que domaba cantando jotas con su guitarrito.
A un cuerpo así se le asignaban cualidades de fuerza sobrehumana. Rezaba la leyenda del gigante de Sallent que salía a cazar osos y corzos por las montañas de Aragón. Por eso en Asturias los carteles lo representaban, como aquí se ve, armado y rodeado de preciados trofeos cinegéticos.
Por eso también debía disputarse el favor del público y el negocio con los artistas de otro género ferial: los forzudos. Su paso por el Principado coincidió, por ejemplo, con las giras Al Marx que, además de tener nombre de antiácido, era un alemán capaz de retener a varios caballos en carrera, levantar a cuatro hombres con sus manos o uno, usando un solo dedo. “El Sansón del siglo XX”, para entendernos.
Así que Arrudi lo mismo competía con los forzudos que con sus iguales en el género de los gigantes, muy frecuente en las viejas ferias de esta tierra. Por aquí paraban entonces El Gigante Portugués o La Mujer más Alta del Mundo. Ésta se exhibió en 1908, en Oviedo, compartiendo funciones del circo Bayón con los Coros Liliput. Un viejo truco. Exhibir al gigante al lado de otras personas de muy corta talla. Eso hacía más gigantes a los gigantes.
Los anuncios mostraban a Fermín Arrudi como un coloso cazador.
 Fermín nunca necesitó de artificio. Era un fenómeno de grandes proporciones. Como su jornada laboral. Cuando se exhibía en Gijón, Oviedo y Avilés (varias veces desde 1890), se dejaba ver en muy largas jornadas de mañana y tarde. Sólo descansaba para comer y tomar café.
Tanto tajo, tanto viaje, acababa por agotarlo. Fue su mayor condena hasta que aprendió el oficio de fenómeno. Cuando, en el verano de 1894, concedió una entrevista a la prensa asturiana, era un hombre tímido y educado, que invitaba a cenar a los periodistas por aquello de no estar solo. A los 24 años recordaba sus inicios como algo lejano. Cuando le avergonzaba mostrase en público. Bajaba la cabeza, escondía la vista, torcía el gesto. Y eso no era bueno para el negocio. Sebastián, su descubridor, le enseñó a enseñarse. Hizo de él un profesional. Y ganó muchos duros en el empeño.
Acabó siendo una celebridad. Se seguían sus andanzas. Allí donde llegaba se le trataba como un visitante ilustre. Hasta fue recibido en Palacio y convidado a chocolate por la Familia Real. En la imagen que acompaña a este artículo lo vemos en visita a las instalaciones de la Real Compañía Asturiana de Minas de Arnao. Era la fábrica más moderna del contorno. El lugar adonde se llevaba a la gente singular. Y allí estaba Fermin Arrudi, entre esos niños que no le llegaban a la cintura. Coronado por el aserrado perfil de las naves de la fábrica de zinc. En uniforme de faena. Un baturro descomunal. Un minero con cachirulo.
Ser famoso tenía su parte buena y la otra. Su vida privada también era noticia. Cuando se casó con Louis Carle Dupuis en 1897, de esa parisina de 17 años dijo la prensa asturiana que, para el gigante, era como un reloj: “necesitaba una mujer que le acompañase siempre y va a alquilar una de bolsillo”.
Y es que Fermín Arrudi no se despegó jamás de su profesión. Tenía que ganarse la vida haciendo de hombre fiero y descomunal. Vivía con su propio Míster Hyde. A su cara de gigante, mitad fatiga, mitad acromegalia, se le fue quedando un gesto triste que paseó por medio mundo. Avergonzado ante quienes lo veían sólo como un fenómeno. Ante quienes se burlaban de aquel inacabable cuerpo que mostraba a cambio de dinero.
Así acabó su existencia, ahora hace un siglo. Entre barcos, trenes y diligencias. Viendo la vida pasar a más de dos metros y veinte centímetros del suelo.

UN ESCLAVO EN MIERES

El escándalo provocado por una compañía de varietés con algo más que números de magia y prestidigitación.

Alzado del pabellón novedades, según planos conservados en el Archivo Municipal de Mieres.
          Un halo romántico suele rodear a los cómicos de la legua. Cuanto más antiguo más romántico. Si pensamos en una compañía de gira por Asturias en el lejano año de 1913, se supone que el romanticismo va de serie. Y no siempre fue así. No todo era tan cómico entre estos cómicos. A veces tenían más de leguas que de lo otro.
Pronto lo supieron en Mieres. La noche del 15 de enero. Invierno. La calle y el tiempo hacían buscar cuartel. Por ejemplo en un llagar de aquellos de “a perrona la meada”. Allí se contaban los sucesos del día. Muchas novedades no pasaban entonces por el camino de Mieres. Así que, entre aldeas y montañas, acaparaba los comentarios una compañía de varietés que, capitaneada por un transformista de cierto renombre, tenía la intención de actuar los días próximos en el Salón Novedades (también llamado Cine Mierense).
Era el Novedades un pabellón céntrico y flamante, con más posibilidades escénicas que el Café Oviedo o el Café París, aunque finalmente de escasas pretensiones. De esos locales situados en la frontera del cine. Justo en el momento en que abandonaba la feria y no había alcanzado aún la respetabilidad. No echaba raíces del todo. Por eso el local fue, hasta en su concesión municipal, efímero. Poco más que una barraca, con el indispensable escenario para los números de varietés y una distribución entre general y preferencia idéntica a los entoldados de las ferias. Allí estaba, desde el  15 de junio de 1912, en la calle Guillermo Schulz número 8, lindando con el patio de la Escuela de Capataces.
Un teatrito de cuarta. Muy apropiado para aquella compañía de varietés, con tan sólo cuatro miembros. Uno de ellos, por cierto, de raza negra, cosa que no pasó inadvertida. Provocó gran expectación que pronto se tradujo en novedades. Como llevadas por viento de castañes, las noticias corrieron desde la fonda donde se hospedaba la troupe hasta el chigre donde se procesaba la información. Decían que el chaval, pues tan sólo era un adolescente, no dormía con el resto de los artistas, sino que éstos, ejerciendo de amos, lo encerraban bajo llave en una cuadra próxima a la fonda, donde le servían las sobras de la comida en un duernu. Cama para ellos, pesebre para él.
Hace justamente un siglo. En el Mieres de entonces todo se sabía. La indignación de los parroquianos del llagar iba en aumento a medida que se consumían las perronas. Eran, aproximadamente, una docena de parroquianos y decidieron confirmar tan llamativas averiguaciones.
Al salir a la calle sumaban ya varias docenas. Daban las nueve de la noche cuando la cuadrilla de justicieros se juntó, a la puerta de la cuadra, con el propietario del cine, Enrique Suárez. Todos decían tener el mismo propósito: liberar a quien las autoridades calificaron de “núbil morito”. Pero sólo el señor Suárez tenía la llave. Lo que, para el pelotón a punto de derribar la puerta, sirvió de prueba acusatoria.
De poco sirvieron las explicaciones del dueño del cine. De nada decir que la llave pertenecía al jefe de la compañía. Que se la había pedido para liberar al chico y lleváserlo a pasar la noche a su casa si hiciera falta. El grupo no atendió a aquellas razones. Rodeó al dueño del Novedades. Del clamor de justicia, pronto se pasó al recuerdo a las madres y, en nada, a las manos.
Entre denuestos y mamporros se liberó al cautivo y fue llevado a presencia de la Autoridad en la Inspección Municipal y más tarde del alcalde en funciones. Allí el chico denunció lo evidente: era víctima de malos tratos. El resto de la compañía se defendió contando la historia de aquel infeliz al que, textualmente, “habían cazado en un bosque de Casa Blanca y, compadecidos de él lo habían prohijado para educarlo”. Que lo del maltrato era pura apariencia, un castigo ocasional “por haber faltado a la señora”. Para mayor abundamiento en su defensa, el jefe de la compañía afirmaba que el chico estaba allí por voluntad propia y por su obstinación, pues lo había despedido varias veces. “Lo deja a quien quiera quedárselo”.
Escuela de Capataces de Minas de Mieres (actualmente Casa de Cultura Teodoro Cuesta) en años próximos a los hechos narrados. Su patio lindaba con el Salón Novedades.
Como se ve, aún en su defensa, aquel desalmado transformista mostraba la verdadera cara de las cosas. Un ahorro de buen trato que iba más allá de la peseta por noche de la fonda. Un escándalo, que circuló por todo Mieres.
Entonces y en aquellos ambientes, no era cosa tan extraña. La presencia de niños en las compañías de varietés era una parte esencial del espectáculo. Los números infantiles, un género dentro del género. Y los abusos, permitidos, siempre que nos se estropease “el género”.
La situación llegó al punto de que el 16 de marzo de 1909, se dictaba un Real Decreto "para evitar la explotación de los artistas en los cafés cantantes". No por ello cesaron los abusos laborales a menores. Poco se podía hacer. Era parte del show y la única escuela que conocieron figuras de talla mundial como Charles Chaplin o Buster Keaton.
Y si de escuelas hablamos, los “amos” de aquel esclavo que pasó por Mieres, defendían su labor como parte de la instrucción del rapaz. Parecía sólida la explicación que dieron a las autoridades locales pues, dijeron, sólo habían transcurrido cinco años desde la “adopción” y el morito “contaba ya hasta diez”.

VELOCEMAN EN ÓRBITA

Los apuros de un pionero de la aerostación en las fiestas de San Mateo de 1887.


Folleto de un espectáculo de prestidigitación de Onrey.
No me pregunten por el significado de la palabra “veloceman”. No tengo ni idea. Suena a cien metros lisos, pero nada tiene que ver. Lo único que les puedo dar por cierto es que uno de estos hombres llegó a Oviedo como parte de las atracciones del San Mateo de 1887.
En aquellos años ya no se llevaban solamente las fiestas de ramu y misa al santo, ni los antiguos programas de festejos a base de reparto de comida a los pobres, gaita, tambor y poco más. El veraneo iba convirtiéndose en industria y cada pueblo quería atraer forasteros con los que hacer el agosto o, si era menester, el septiembre.
Los festejos llegaron a ser un sector estratégico. Iluminaciones, velocípedos y organillos se fueron haciendo sitio junto a romerías, hogueras, danzas y conducciones de ramo. Las barracas poblaron los principales lugares de paseo y lo extraordinario fue la norma para santificar las fiestas y, de paso, llenar bolsillos indígenas con los de afuera. 

Las fiestas de San Mateo atraían novedades de todo tipo. Entre ellas venía empotrado, aquel año de hace ciento veintiséis septiembres, Marcelo Onrey. Un gallego trotamundos, más ancho que alto, de despejada frente y enhiestos bigotes, que recorría toda España y parte del extranjero con sus llamativos espectáculos.
En ciertos lugares se le conocía como el “profesor Onrey”. Así se llamaba entonces a los reyes de la magia y el escamoteo. Enfundado en su esmoquin, “el rey de los prestidigitadores y el prestidigitador de los reyes”, montaba su número de “recuerdos del tiempo viejo”. Era capaz de adivinar lo pasado y lo futuro.
También podríamos llamarlo “caballero Onrey”, como se decía de las estrellas masculinas de varietés, pues el mismo Onrey que adivinaba, el mismo de manos más rápidas que la vista, hacía toda clase de imitaciones e ilusiones de gran complejidad y destreza. Llegó incluso a tener su propio cinematógrafo gigante. Un Cosmógrafo Proyector.
Así era Onrey, el veloceman europeo, el prestidigitador, el artista que en su género no tenía rival. Pero su género era muy extenso y, en las ovetenses fiestas
que ahora nos interesan, mostró otra disciplina de mayor riesgo, en su faceta de “Capitán Onrey”.
Porque Marcelo Onrey era también rey de la aerostación. Por toda España y con gran desprecio de su propia vida, se subía a un globo de aire caliente y surcaba los cielos dejando bajo su canasta cientos de bocas abiertas hasta el límite de la quijada.
Los globos aerostáticos, invento de los franceses y hermanos Montgolfier en 1783, aún eran un espectáculo de feria. Y eso que en España ya habían sido objeto de presentaciones de postín, hacía casi un siglo, por míticos pioneros como El marqués D’Arland o Pilâtre de Rozier. Pero aún eran tiempos remotos estos que les cuento. Jesús Fernández Duro, prestigioso pionero asturiano de la aerostación y la aviación era sólo un niño. Tiempos en los que subir a uno de esos ingenios suponía un gran riesgo.
 En el borde del joven otoño de 1887 la dificultad era máxima por el mal tiempo. A pesar de todo, Onrey le metió fuego a aquella apergaminada bolsa que empezó a crecer muy poco a poco. Las cuerdas que la sujetaban se tensaron y, cuando decidió ir abandonando el suelo, la paciencia ya había abandonado a los espectadores.
El mal tiempo hizo lo demás. Pálido, nervioso y con ardores en el cogote, el capitán Onrey se tiró dentro de la cesta. Pero aquello no subía. Los que esperaban la ascensión, empezaron a desesperar, a moverse,  a murmurar y, ya por último, a gritar, jurar y hasta perjurar en lenguaje de plaza de toros.
          Fue entonces cuando el bueno de Onrey olvidó sus modales, bajó de las breves alturas y la emprendió a correr por el campo de la fiesta. Campo que ya era bosque. Selva de bastones en alto, madreñas a reacción y alguna que otra piedra lanzada con muy mala idea. 
Grabado de uno de los aerostatos de Montgolfier.

Vetusta entera pareció salir de su clariniana siesta para cobrarse venganza de los elementos en las costillas de don Marcelo el piloto. A punto estuvo del linchamiento. Si lo de “veloceman” tiene algo que ver con la velocidad, ese día lo fue más que nunca. Años después, por carta, se lo recordó al ayuntamiento de Oviedo con estas palabras:
“La Fiera Publico’, que es temible cuando se pone en contra de un pobre artista”.
            Qué feroces los ovetenses. Qué exigentes. Qué poca paciencia, hombre… Pero al César lo que es del César y a los carbayones lo suyo. En ese mismo San Mateo el tiempo despejó, los cielos se abrieron para dejar sitio al globo de Onrey. Para que el capitán demostrara lo mejor de su aerostático arte. Y no perdió ocasión de maravillar a la fiera, de asombrar al público y de dejar a medio Oviedo con la boca abierta viendo como la capital del Principado se curvaba en el horizonte desde su globo, en dos ascensiones espléndidas.
Todo cambió. Sus bigotes de alambre sirvieron de marco para una ancha sonrisa y, de nuevo según sus palabras, “esos mismos miles de bárbaros me quisieron llevar á hombros (estilo torero) por las calles de Oviedo”.
            Un final feliz para este aeronauta de varietés, por fin reconocido por los mateínos, al dejar tan alto el pabellón de los pioneros en el arte de Pilâtre y de Montgolfier.


8 ago 2013

REYES EN LATA.


La primera salida filmada de la Familia Real, sitúa a un asturiano entre los pioneros del cine español.

Fotogramas con la comitiva Real al paso por la calle de Capua en Gijón (Filmoteca de Cataluña).


A principios del siglo XXI unas manos enguantadas abrieron una lata de viejo celuloide y de allí salió esta historia. Las manos y la lata estaban en la Filmoteca de Cataluña. Suele suceder en estos asuntos sobre la investigación del primer cinematógrafo que el azar provoca descubrimientos insospechados. Hace muy poco sucedió con la primera película de Orson Welles. Este que les cuento fue el punto de partida para un viaje detectivesco. Súbanse al tren.
 Salimos de Barcelona. Allí se estaba realizando el catálogo de los fondos de nitratos de las primeras imágenes del cine español. Aquella lata custodiaba viejas películas en celuloide inflamable del siglo XIX. Necesitaban de una restauración inmediata. Pero antes había que identificarlos y no era sencillo. Así se llega a la primera estación: Zaragoza. 
A esa ciudad pertenecían las imágenes de la que, durante mucho tiempo, se consideró primera película de cine rodada en España: Salida de misa en la iglesia del Pilar de Zaragoza, impresionada por Eduardo Jimeno el 5 de noviembre de 1899. 
Junto a esa famosa película apareció otra, perdida durante años: Construcción de un puente sobre el río Ebro por un regimiento de pontoneros. Estaban rodadas por la misma mano con una semana de diferencia. Pista importante. Pero he aquí como el viaje acaba llegando a Asturias, cuando los investigadores de la filmoteca catalana comprueban que esa copia de los pontoneros fue revelada por el gijonés Arturo Truan y que en ella había quedado la huella dos cámaras; la de Eduardo Jimeno y, muy probablemente, la del propio Arturo Truan. 
El viaje cambió de estación. Los ojos de los historiadores del cine se volvieron a Asturias. Un pionero asturiano, poco estudiado fuera de esta región, se relacionaba con los célebres Jimeno y colaboraba con ellos en la primera hora del cine en España. La búsqueda amplió su radio de acción a otras películas. 
Como cerezas de un cesto, tras la película de los pontoneros salieron otras cuya impresión había dejado una huella técnica similar en el celuloide. La cosa se iba pareciendo a un episodio de esas series con polis de diseño. Había que identificar las cámaras por los pequeños rastros dejados en las películas: arañazos, perforaciones, muescas… Y, después de las cámaras, llegar a sus propietarios. Pero las películas eran más difíciles aún de identificar. ¿Dónde se habían rodado aquellos paisajes? ¿Tendrían hoy el aspecto de hace un siglo? Una playa, vistas urbanas de imposible rastreo y lo que parecía una parada militar, catalogada hasta entonces como Desfile de soldados y carros. 
Durante mucho tiempo cada fotograma se había explorado como si fuera la imagen de un microscopio. Se buscaban pistas, lugares; cualquier detalle que hubiese permanecido en pie más de un siglo para identificar aquellas imágenes rescatadas. Todo en vano. Pero los nuevos datos abrieron otra puerta: podían ser cintas rodadas en Asturias. 
Entonces los fotogramas de aquellas películas se sumaron al viaje y llegaron a manos de quien esto escribe. Había que dar domicilio a aquellos recuerdos. Con la pista de Truan fue muy fácil avecindar las primeras imágenes: una playa, la de San Lorenzo, y las vistas urbanas de la también gijonesa calle Corrida. Pero, ¿qué diablos significaba aquel desfile? ¿Era en Gijón también? 
Como los detectives de las películas empecé a patear las calles fotograma en mano para encontrar el lugar de los hechos. A buscar en cada esquina, en cada cornisa, en el alfeizar de cada ventana algo que cuadrase con la foto añeja y, por milagro, apareció en una de las pocas calles gijonesas que no fue pasto del desarrollismo de los años sesenta. Era la calle Capua. Seguro, era Capua. 
El desfile fue la clave. Los pendones tenían símbolos Reales y los lanceros que daban escolta a las carrozas no eran otros que los coraceros del Escuadrón de Escolta Real. He aquí la pista que acabó por desvelar el misterio. Se trataba de una visita Real a Gijón, que, por las fechas de las películas, sólo podía ser la del jovencísimo Alfonso XIII el 19 de agosto de 1900. Mañana hará 113 años. 
Aquel día, tras la recepción en las consistoriales, la comitiva emprendió camino hasta El Coto de San Nicolás, donde el monarca procedió a realizar el acto simbólico de la colocación, con paleta de plata, de la primera piedra del cuartel que llevaría su nombre y que todavía subsiste hoy como centro municipal integrado. 
Los fotogramas recuperados corresponden a la segunda parte del recorrido de la comitiva, por las calles San Lorenzo, Pidal, Capua y Uría. A partir de ahí todo encajaba: el recorrido, los lanceros, los coches ocupados por autoridades y familia Real, los gallardetes y colgaduras…

Arturo Truan en autorretrato cerca de 1909 (Museo Casa Natal de Jovellanos).
 Se identificaba así una película singular para la historia del cine español, la primera salida de unos reyes hasta hoy conservada, y también para la historia del cine en Asturias, al pasar Arturo Truan Vaamonde (1868-1937) a ser considerado como uno de los pioneros del cine en España. 
Los hallazgos tienen estas cosas. Decía el insigne arqueólogo Breuil que la cuna de la Humanidad es una cuna con ruedas. La del cine también. Y, por mucho que pueda sorprender, no ha dejado de moverse.
Hoy ha pasado por Asturias.