ÚLTIMAS TARDES CON MARTA
Capítulo I: El escenario
Gran programa doble en color con historia, reflexiones, sucedidos y
mucha tristeza por el cierre de los Multicines Marta.
Hace algún
tiempo, de paseo por la calle de Rivero, una esquela llamó mi atención. No
suelo reparar en semejante publicidad. Fuimos muy jóvenes y ya empezamos a ser
muy viejos. Y se nota. Avilés está empapelado con esos heraldos de La Parca y llegan a hacerse
invisibles. Orlas de luto se ven por las paredes, en los lugares de paso, en
los puntos de reunión de jubilados, en la fachada del ayuntamiento…pero ¿en un
cine? ¿Quién, que no fuera Sergio Leone, podría anunciar la muerte en las
paredes del Marta?
Al
acercarme encontré la explicación. Esa última hoja volandera llevaba el nombre
de Félix, acomodador que fue de ese cine en los días de la sesión doble.
Anunciaba su última función en la tierra, entre afiches y horarios, junto a la
misma vitrina donde durante tantos años él custodió las tardes de la fantasía de
Avilés.
Me pareció una
forma muy respetuosa de despedirse del público al que tantas tardes llevó hasta
su butaca. Pero, de inmediato, se apagó el recuerdo de la linterna del bueno de
Félix. Tuve un mal fario, un pálpito negro, un escalofrío. Y me pareció que la
esquela anotaba más de un finado. Que aquella muerte anunciada en los muros del
cine era algo así como la mota negra de “La isla del tesoro”. Eso tenía que
ser. La de la guadaña venía para llevarse, con uno de sus viejos servidores, al
mismísimo Marta.
Aquel
escalofrío no fue en barbecho. Ahora se cumple su fatal augurio, con la
desaparición de este local de proyecciones. Uno de los edificios más singulares
de Avilés, tal vez del mundo entero. No creo que exista, en censo o repertorio
alguno, un cine construido en 1706. Un cine nacido dos siglos antes de la
invención del cine.
Ahí empezó una
historia que merecería ser escrita, rodada, montada y expuesta en una de sus
pantallas. Si hubiera tiempo. Si hubiera espectadores que quisieran pagar por
verla, IVA incluido. Imaginemos que es así. Que estamos sentados en la butaca
del Marta, en una de sus mejores tardes, para asistir a la película de su
propia vida.
Nada más pasar
los créditos iniciales, un flash back
altera la narración y, como en una cinta clásica, empieza un movimiento de
cámara hasta la cara del protagonista, mientras la imagen se desvanece y, entre
espirales y músicas oníricas, llega a otro lugar y a otro tiempo.
“Ye contada”, dicen en la butaca de al lado.
Exterior día.
Principios del siglo XVIII. Por las calles embarradas de Avilés avanzan las
botas de Rodrigo García Pumarino. Ha vuelto rico del Perú. El oro y eso, ya
saben. Está al principio de Rivero. Plano general. Al fondo, en dirección a la
ría, se ve cercana la marisma. Habla con los Menéndez Camina. Padre e hijo. Los
primeros arquitectos de Avilés, puede que de Asturias. El cliente quiere un
edificio como las consistoriales, moderno y que dé idea de la importancia de su
propietario. Y con mucho ornamento. Qué se vea bien. Con adornos en la fachada
en forma de conchas, como las de su colección. ¡Será por pesos!
“Ye de
espades”, dice uno. “¡Dónde ta el cine!” Protestan en la butaca de al lado.
A eso iba la
escena siguiente. Un flash forward,
salta al futuro hasta llegar a la posguerra del siglo XX. Elipsis narrativa,
para abreviar y que no se vayan mis compañeros de fila. Aquel edificio que
estrenara el rico indiano ha pasado por muchas vicisitudes: palacio de unos,
palacio de otros, colegio de algunos y finalmente, pasto de la piqueta.
Esta es la
escena en la que entra el cine. Ya tiene frase. Si fuese hoy estaríamos
protestando por su llegada. No fue, desde luego, respetuosa con el edificio.
Una adaptación muy dura para un uso jamás pensado por los constructores del
palacio, se llevó por delante buena parte de su estructura conservando sólo la
fachada principal.
De alguna
forma lo convirtió en un decorado de película. Como un saloom de los spaghetti
western que no tardarían en pasar por sus pantallas. Pórtico a la calle y
detrás nada. Todo de mentira. Películas.
Los tiempos
mandaban y el cine, entonces, era la diversión más barata. Aquella en la que
los pobres podían olvidar las penas y el frío. Era 1949 y en Avilés se habían
abierto nada menos que tres salas en una dura década. Todas ellas en edificios
construidos para cine. El tiempo la fame empezaba a pasar. Cine para reír, cine
para llorar, cine para pasar la tarde, cine para…conocerse mejor. Más cine, por
favor.
Del proyecto y
la dirección de obra se encargó Juan Corominas. Quería ser una suntuosa sala de
espectáculos y se impuso al no menos suntuoso palacio anterior, derribando todo
aquello que molestaba. Se alabó mucho el gusto del arquitecto al conservar la
fachada. Pero cierto es que la pérdida de arquitectura histórica fue descomunal.
Le pusieron en
la pila “Marta y María” por la novela de Palacio Valdés que desarrolla parte de
su trama en el palacio de Llano Ponte. Ese que ahora dejaba su corta osamenta
al edificio peliculero. Y, desde entonces para siempre, ha sido “El Marta”. Un
vecino más de la calle de Rivero.
La sala fue
pasando por todos los estadios que reflejaron la evolución de la exhibición
cinematográfica en Avilés. Programa doble, sesión continua, primer cierre y
conversión en cine de estreno al borde de los ochenta. Segundo cierre y
multisalas, dos arriba y dos abajo, en los noventa. Y así llegó al siglo XXI.
Ahora le
tocaba la última cruzada. El paso a la proyección digital. Pero ya no hay
dinero. Ni espectadores, que eso y no otra razón lo explica todo. Lo han dejado
solo. Y se va, abandonando un monumento mondo que, sin uso, es de difícil
conservación. Al menos esa fachada noble. Otro problema sobre el problema.
Este cine era
un personaje. Un ciudadano de Avilés por el que ya están tocando a muerto. Hay
duelo y no es con revolver. Va a ser difícil vivir sin él. Esta misma tarde la
familia recibe, a las 19 horas, delante de su fachada e invita a todos los
amigos que tuvo en vida (pocos últimamente) a que muestren su tributo y su
respeto. No se puede faltar. De algo servirá.
Como en las
películas del viejo Tarzán, el cine se aleja más allá del monte Mutia, hacia un
lugar misterioso en los confines del África imaginaria, a salvo de la codicia
de los blancos. El Marta se retira, lento, herido de muerte, en busca del cementerio
de elefantes. Muchos otros lo hicieron antes. Es el último de su raza.
Ni Harry el
Sucio podría alegrarnos este día. Parece que estamos en el final de la cuenta
atrás para el Marta. El Llanero solitario, el único testigo de una forma de ver
cine que se muere con él. Fue el más valiente entre mil, resistió, solo ante el
peligro, siendo el último Mohicano de los cines urbanos. Se ha mantenido
heroicamente en El Álamo del abandono hasta que llegó su hora.
ÚLTIMAS TARDES CON MARTA
Capítulo II: Los figurantes
Sesión continua donde se demuestra que el cine de barrio no lo
inventaron ni Carmen Sevilla ni Concha Velasco.
Era 23 de
enero y 1949 cuando el Marta se puso de largo. Las crónicas decían que “la
pantalla refleja con minuciosa claridad todas las escenas” y además que “nada
de cuanto dicen los actores se pierde”. Gran pantalla y gran espectáculo de luz
y sonido. Todo para asegurar el confort: anfiteatro, salones de fumar, cantina
y amplios servicios higiénicos. Y, por si fuera poco, película americana: “Río
Abajo”.
Hollywood
conquistaba al respetable, que se sabía de memoria a sus actores famosos y los
jaleaba en el perfecto idioma del imperio hispano: “Burlan Caster”, “Tirone Pover”,
“Cargable” o “Joni Mismuller”.
Poco después,
con el programa doble y la sesión continua, las películas de estreno y los
clásicos americanos empezaron a escasear. No faltaban los tarzanes, los
Hermanos Marx o Abbot y Costello. Pero los años más rentables del Marta fueron
otros. A partir de los sesenta. Llenos de cine de serie B, de cine popular en
el que España, a la que no dejaban entrar en el Mercado Común, coproducía en
asociaciones tranvía del verdadero mercado común del cine, en cintas hispano-franco-italo-alemanas.
Películas
toleradas que los niños siderúrgicos y posiderúrgicos veían, por la cosa de los
horarios escolares, una vez y media, para enlazar un final con el principio que
se habían perdido. Tardes de sesión continua y merienda compartida con los
legionarios de un imperio romano presentado por Filmax, en el que estaba
permitido repetir secuencias, prestadas de unas películas a otras. Allí estaban
todos los peplums del mundo, desde “El Coloso de Rodas” a “Brazo de hierro”.
Películas de heridas ahítas de salsa de tomate, que para nosotros sólo podía
ser Tomate Frito Solís (¿había otras marcas?).
Cine de
forzudos como Maciste, Ursus o Taúr, salidos de gimnasios sin controles
antidoping, donde entrenaban los cachas oficiales del cine italiano como Gordon
Scott. Con todo tipo de excesos y exhibiciones atléticas poco creíbles por la
pobreza del trucaje. Como esa escena final de “Taúr rey de la fuerza bruta”,
donde el susodicho lanzaba una mole de muy evidente cartón piedra ante el
enfado del gallinero que reía, silbaba y protestaba. Porque, entonces, los
espectadores decían cosas en voz alta. No a los otros espectadores: ¡a los
actores! Lo juro por mi madre (que también estaba allí).
El Oeste viajaba al Sur, hasta Almería. Lleno
de vaqueros cubiertos por el polvo del desierto de Tabernas o de las rocas
aborregadas de Burgos y Madrid. Un ciento de pistoleros desenfundaban antes de que
los de gallinero empezasen a contar los muertos a gritos. Tenían cara de Jesús Puente o de
Frank Braña y se llamaban, por ejemplo, Latimer. Mejicanos con la faz de
Fernando Sancho, siempre Carrancho, o indios equipados con reloj de pulsera
marca Seiko (que Yemo vendía en la puerta de al lado).
Superhéroes al
margen del Imperio Marvel, tan de barrio como el mejicano Santo, El Enmascarado
de Plata. Y otros con trucos lamentables e historias como la de Superargo,
antiguo campeón de lucha libre reconvertido al servicio secreto, gracias a su
traje repelente a las balas, a su sangre autocurativa y, por qué no decirlo, a
su esposa: Mónica Randall.
No se quedaban
atrás Los Tres Supermen, que tenían actores compartidos con Maciste y Hércules y exhibían trajes
indestructibles y el suficiente “rostro” para desarrollar argumentos como “Los
tres supermen en la selva”, “Tres
superhombres en el oeste”, o, para qué seguir, “Los tres supermanes contra el Padrino”.
Resulta que
ahora, todas ellas y muchas otras, son películas de culto y se les dedican
festivales y todo. Sin duda era un cine honesto. Solo pretendía divertir.
En los ochenta
el Marta volvió a abrir como cine de estreno con películas de las que ya
anunciaba la tele, como “Phantasma”, y aguantó el tirón de la transición al
destape de los Chaplin o del lujo del Almirante y el Canciller (cosa que no
pudo hacer el Florida). Ayudaba el anuncio de Almacenes Py. Ese de “su majestad
la maleta”. Un clásico.
En los
noventa, ya saben, cuatro salas ya veteranas, con un personal entregado que
compensa cualquier deficiencia, como la fritura del sonido de la Sala 3.
Y, si este
artículo se me está ablandando más de la cuenta hasta parecer una escena de “Cinema
Paradiso”, no me echen la culpa. Sepan comprender. Cuando yo vine al mundo el
Marta ya estaba en él y, desde entonces, siempre hemos estado juntos. Fue el
lugar donde más veces he sido feliz en mi infancia. Como a los paraísos
perdidos, no he dejado de volver a él con mis padres, con mi hermano, con mi
novia, con mis hijos. El paseo de los viernes para ver lo que “echan” en el
Marta ha marcado mi vida hasta anteayer. Se va una parte de mi paisaje. Un
lugar que está en mis sueños y que estuvo en mis mejores horas de juego. Por el
que sacrifiqué la playa, por el que planté a alguna novia que luego se enfadó
mucho (peor para ella), por el que hice colas interminables y por el que piré,
con gran alegría, más de una clase.
Otros cines
han sido pasto de la piqueta, pero éste será víctima de los tiempos. Del fin de
unos tiempos. Los del celuloide y los del visionado de cine en salas
convencionales. No se sí, como diría Almodóvar, hay alguna posibilidad, por
pequeña que sea, de salvar al Marta (desde abonos anuales al padrinazgo de
butacas). Cuenten conmigo para todo. Pero un cine necesita espectadores y eso
es lo que viene faltando desde hace años. No sé qué hacer. Jamás padecí la
horrible pesadilla de vivir en una ciudad sin cines.
Si supiera
donde están, llamaría a Superargo, a los Supermen, incluso a Los Diez
Gladiadores. A los diez. Y les pediría que, con brazo de hierro, gestionaran
esta empresa de exhibición. Que encontrasen a un santo, mejor si era
enmascarado y de plata, para repartir cuartos entre los amables trabajadores de
este cine. Que le hiciera una llave de lucha libre a los malos tiempos para
sacar del pozo al Marta. Buscaría a los hermanos Marx, para que atizasen la
caldera de la esperanza, trayendo madera e ideas de cualquier sitio.
Convencería al león del Mago de Oz para que, en arrebato de valentía, se
pusiera a la puerta del cine para impedir el paso de los hombres de negro.
Llamaría al sheriff Kane para poner orden, de una vez por todas, gastando sólo
un puñado de dólares. Más no hay.
Que vengan
todos a mi señal. El Bueno, el Feo y el Malo también.
Si alguien
tuviera la bondad de darme la dirección de Taúr le pediría que, con su fuerza
bruta de siempre, hiciera un supremo esfuerzo, removiera su última roca falsa
para acabar con los problemas verdaderos que matan a este cine que tanto
quiero.
Ojalá llegue
este salvamento en el último momento. Si es así, juro por mi honor que, aunque
se note el truco, hablaré con los de gallinero para que no silben, ni se rían,
ni protesten, ni nada.
Para que la
gente vuelva al cine y el Marta nos dé todavía muchas tardes felices.