Tumultos, cargas y avalanchas en Gijón por algo
más que una pulga.
A la Casa de Socorro de Gijón acudieron, el 2 de septiembre de 1913, los siguientes heridos: Benjamín Fernández, 19 años, con erosiones en el codo izquierdo, Álvaro Fernández, de 29, con herida cortante en la pierna y brazo derechos y Emilio González, de 18 años, con herida en la cabeza y brazo izquierdo. Tres víctimas de Consuelo Portela, la legendaria “Chelito”.
Todo sucedió
en una barraca del paseo de Begoña, el cine Modernista para más señas. Eran las
once de la noche. Seis guardias municipales, mandados por el cabo España,
formaban cordón para intentar evitar lo que cada noche acontecía. En la última
función, el público, que esperaba para entrar con y sin localidad, se lanzaba
contra la puerta de general sin dejar
salir a los de la función anterior. El sitio era poco, las localidades sin
numerar y todos querían ganar plaza lo más cerca posible de la artista.
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Guardia Municipal en Gijón en 1913 (Vinck). |
Quienes salían,
aseguraban que tanto esfuerzo merecía la pena. Pero no se necesitaba mucha
publicidad, en otros lugares habían pasado cosas semejantes. Consuelo Portela,
“La Bella”, “La Ideal Chelito”, llevaba
su fama en vanguardia. Como un pelotón de gastadores le iba abriendo camino
hacia sitios, para algunos, poco recomendables.
En 1913 era
una cupletista célebre, precisamente por practicar un tipo de cuplé por
entonces pasado de fecha. Entre las estrellas se llevaban ya las “variedades
selectas”. Finas canciones sin nada molesto o ambiguo. Enemigas de los dobles
sentidos y las frases procaces. Pero ese no era el género de La Chelito. Ella coqueteaba aún con
el cuplé subido de tono, que sobrevivió en su repertorio, trufado de rumba, al
cambio de gusto.
En
Gijón, claro, se conocían sus andanzas. Cuando esto sucedía Consuelo Portela
era una mujer joven, en plena madurez artística y física. Ya no la adolescente
que incendiara las tablas de sus primeros bolos. Había perdido su talle de
avispa, pero, además de kilos, había ganado la sabiduría y el savoir-faire para enseñar esa carne
sobrante al descuido. Todo a favor del negocio.
No hacía ni dos años de su presentación
triunfal en el Trianón Palace madrileño. Sólo tres desde que había puesto boca
abajo a La Habana
subida a las tablas del teatro Payret. Allí se hicieron fósforos, cajas de
puros y hasta corbatas “Chelito”. Jugaba en casa. Había nacido en Cuba cuando
aún era España y su padre, capitán de la Guardia Civil, estaba allí
destinado.
En
el centro del lío, la canción que la haría célebre. Esa “pulga” picando cuerpos
jocundos, desde que la inventara Eduardo Montesinos para Pilar Cohen. Sin
embargo, dentro de la camisa de Consuelo Portela alcanzó nuevos bríos,
mostrándole al respetable como “salta y corre y loca se desliza”. Públicos de
provincias, como los que cantaba Fornarina en otro cuplé, donde “los viejos
abundan y los casados más”.
Chelito los
iba macerando durante toda la actuación. Un descuido aquí, una postura allá.
Afligía su carne con mil penitencias, que descubrían trozos de piel en busca
del maldito insecto díptero que por todos los sitios se metía. Cuando, al
final, cantaba aquello de “yo les suplico volver atrás la cara porque no quiero
que vayan a ver nada”, la concurrencia masculina se levantaba en armas.
Eso y no otra
cosa se vio en el cine Modernista. Aquella noche los guardias municipales,
desbordados por los acontecimientos, no encontraron mejor solución para
restablecer el orden que sacar el sable. Y brillaron los aceros.
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Paseo de Alfonso XII en Gijón, lugar donde se instalaban las barracas de feria (Octavio Bellmunt). |
Fue la
marabunta. Los espectadores corrieron en todas direcciones y muchas personas de
las que entonces paseaban por Begoña hicieron lo propio contagiadas por el
pánico. Todo acabó en escándalo. Y el cine cerrado por orden del Juzgado de
Instrucción de Oriente.
La polémica
fue enorme. No todo el mundo veía proporcionado el castigo a la falta. Ni
siquiera el alcalde en funciones, señor Menchaca. Algunos creyeron que los
guardias municipales de Gijón habían matado pulgas a sablazos. Pero he aquí que
la Sociedad Antiflamenquista
Cultural y Protectora de Animales y Plantas había nacido ese mismo año para
complicarlo todo. Para que la mano fuese aún más dura y el filo más cortante contra
“el trabajo realizado por cierta artista de varietés”.
Se abrió un
sumario por faltas a la moral y declararon, encantados, algunos miembros de la Sociedad Antiflamenquista.
Lo que no volvió a abrir, al menos con La Chelito, fue el cine Modernista. Una semana
después la cupletista emigraba a los Campos Elíseos (a los de Gijón), donde el
empresario Manuel Dindurra dio cuartel a La Chelito junto a Preciosilla. Ellas engordaron la
recaudación del teatro-circo.
Pero el
escándalo las perseguía. Mandado por el Gobernador Civil, el teniente de
seguridad, señor Cañellas, obtuvo dos fotografías durante uno de los bailes. Tal
despliegue de medios científicos tenía por objeto acreditar la forma en la que
se presentaban las artistas. La pose debió ser conforme a la moral pues, a
partir de ahí, no hubo nada.
El alboroto
era parte del negocio. La reputación de La Chelito no corría peligro. Su madre y
representante, velaba para que no mejorase. La única mejoría posible era la de
los heridos que salían de la Casa
de Socorro de Gijón.