6 ago 2013

BALADA TRISTE DE VIOLÍN




          La historia del niño prodigio Pepín de la Vega. Un producto de la antigua afición musical de Avilés y también de la mala suerte.

Pepín de la Vega Entrialgo, posando para Ibarra en atuendo de actuación.
 

Sabido es que, en la tradición popular, a los de Avilés se les conoce desde hace mucho tiempo como “Los Músicos”. Ya me entienden: carbayones, del culo moyau, moscones, pixuetos, gatos… músicos. Son de esos apodos que desvelan una faceta capaz de retratar a una ciudad. Avilés y la música. Una historia larga, pero llena de revueltas entre las que se oculta, más de una vez, lo inesperado. Por ejemplo la triste historia del violinista Pepín de la Vega, a quien su corta vida ha privado de pasar a la memoria popular.
Un músico tan joven y tan bueno fue el resultado del temprano interés por las enseñanzas musicales en Avilés. Cuando se dice temprano no se puede viajar más allá del siglo XIX, pues el terreno anterior a esa centuria es, para estos asuntos de la cultura y de la enseñanza, un páramo exclusivo y de difícil comparación con lo que vino después. El verdadero despegue, como consecuencia de los estudios y prácticas musicales, no llegó a Asturias hasta la década de 1880. Pero en Avilés todo había empezado mucho antes.
Esa villa ofrece la más temprana organización documentada hasta ahora para el cultivo de estos saberes. La hoy casi mítica Academia Filarmónica, que se pierde en la nebulosa de los tiempos hasta 1840. Su objeto era la instrucción musical y para ese menester disponía del sostén de 50 socios. No eran pocos para la composición social y demográfica de una villina de 5.000 habitantes.
Una agrupación de melómanos multiusos, ya que lo mismo se dedicaba al noble arte de la enseñanza que, para soportar los gastos de su labor, montaba bailes en carnavales y otras ferias. Para sobrevivir, incluso tenía que obsequiar con serenatas a beneméritos señores locales, generalmente diputados, senadores, brigadieres o aristócratas varios. Todos ellos, quién lo duda, benefactores del pueblo. 
       El testigo de la Academia fue recogido por La Sociedad Artística. Con el esplendor económico de fines del siglo XIX llegaron banda de música, orfeones mil, Sociedad Filarmónica de Santa Cecilia y un gran desarrollo para la enseñanza y la práctica musicales.
Es decir que, desde antiguo, en Avilés había cantera. Tal vez por eso fue posible que un niño como Pepín, antes de cumplir los doce años, hubiese aprobado con sobresaliente los siete cursos de violín.
Corrían por entonces los primeros años del siglo XX y la tradición de la enseñanza musical era ya larga en un pueblo que parecía colgar de un pentagrama. Notas negras.
 En esa primera década del siglo la calle de San Bernardo empezó a verse inundada por sonidos muy bien timbrados. Los que producía el arco de Pepín de la Vega al atacar su inseparable violín en el número 22 de esa vía, lugar donde su tía tenía un taller de costura.
 Todos sabían que era un virtuoso, y que seguía siendo un niño. Como entonces este tipo de acontecimientos no eran frecuentes, la popularidad del crío aumentó de día en día. Y se le buscó una salida acorde a su talento. Su padre, Valentín, y su tía Higinia, estaban el 9 de octubre de 1912 haciendo gestiones, en Pravia y en Oviedo, para lograr el favor de los diputados del distrito y, con su influencia, conseguir una subvención con la que pensionar los estudios de Pepín en el extranjero.
Un otoño triste. Ese día no dejó de llover. No se podía salir a la calle y no había más remedio que hacer de la casa parque. Los niños, para estas cosas, siempre han sido así en todo tiempo. Y curiosos hasta la imprudencia. Con ese increíble magnetismo para atraer a los problemas.
Tal vez fuera ese poder el que arrastró a Pepín hasta la habitación de su padre para coger el revólver allí guardado. Jugaba con su hermana Angelina y ambos se sintieron fascinados por el arma. Es lo malo de las armas, que también atraen. Pepín cayó en la trampa y, en confusas circunstancias (tantas como vecinos narraron los hechos), el estruendo de un disparo se abrió paso entre las paredes de la casa y la lluvia de la calle. Pepín se desplomó como un fardo. La sien taladrada, en medio de un charco de sangre. Más de una hora de agonía.

Un grupo de gente se agolpa en el entronque de las actuales calles avilesinas de la Cámara y San Bernardo, donde todo sucedió.
No hubo consuelo para familia y amigos. Luto riguroso en Avilés. La noticia recorrió España a la misma velocidad que el sonido del violín y el trueno de aquel maldito revolver con una bala escondida en el tambor. Los diarios se hicieron eco del suceso. Casi todos con versiones imprecisas y hasta contradictorias y algunos, como el madrileño El País, con el poco respeto que desprenden estas letras:
“El niño prodigio, el músico precoz, Pepito Vega, gran violinista, vivía ya talludito (catorce años), en Avilés con su familia. Hoy jugaba con una hermanita suya, encontró un revolver descuidadamente puesto al alcance de los chicos, y simuló un suicidio. Así se matan los hombres: exclamó; salió una bala, y… ¡así mueren los niños!”
“C”, que así firmaba el repórter encargado de recoger el vómito del telégrafo, le puso poca gracia y menos respeto a la narración de una vida rota en la más triste de las ruletas rusas. 
Palabras necias. Oídos sordos. Los de la calle de San Bernardo, aturdidos durante días con el pitido de aquella bala perdida que taló las promesas de Pepín de la Vega Entrialgo. Una sinfonía inacabada. Un violinista que siempre tendrá doce años.