La historia del niño prodigio Pepín de la Vega. Un producto de la
antigua afición musical de Avilés y también de la mala suerte.
Sabido es que, en la tradición
popular, a los de Avilés se les conoce desde hace mucho tiempo como “Los
Músicos”. Ya me entienden: carbayones, del culo moyau, moscones, pixuetos,
gatos… músicos. Son de esos apodos que desvelan una faceta capaz de retratar a
una ciudad. Avilés y la música. Una historia larga, pero llena de revueltas
entre las que se oculta, más de una vez, lo inesperado. Por ejemplo la triste
historia del violinista Pepín de la Vega, a quien su corta vida ha privado de
pasar a la memoria popular.
Un músico tan
joven y tan bueno fue el resultado del temprano interés por las enseñanzas
musicales en Avilés. Cuando se dice temprano no se puede viajar más allá del
siglo XIX, pues el terreno anterior a esa centuria es, para estos asuntos de la
cultura y de la enseñanza, un páramo exclusivo y de difícil comparación con lo
que vino después. El verdadero despegue, como consecuencia de los estudios y
prácticas musicales, no llegó a Asturias hasta la década de 1880. Pero en
Avilés todo había empezado mucho antes.
Esa villa
ofrece la más temprana organización documentada hasta ahora para el cultivo de
estos saberes. La hoy casi mítica Academia Filarmónica, que se pierde en la
nebulosa de los tiempos hasta 1840. Su objeto era la instrucción musical y para
ese menester disponía del sostén de 50 socios. No eran pocos para la
composición social y demográfica de una villina de 5.000 habitantes.
Una agrupación
de melómanos multiusos, ya que lo mismo se dedicaba al noble arte de la
enseñanza que, para soportar los gastos de su labor, montaba bailes en
carnavales y otras ferias. Para sobrevivir, incluso tenía que obsequiar con
serenatas a beneméritos señores locales, generalmente diputados, senadores,
brigadieres o aristócratas varios. Todos ellos, quién lo duda, benefactores del
pueblo.
El testigo de la Academia fue recogido por
La Sociedad Artística. Con el esplendor económico de fines del siglo XIX
llegaron banda de música, orfeones mil, Sociedad Filarmónica de Santa Cecilia y
un gran desarrollo para la enseñanza y la práctica musicales.
Es decir que,
desde antiguo, en Avilés había cantera. Tal vez por eso fue posible que un niño
como Pepín, antes de cumplir los doce años, hubiese aprobado con sobresaliente
los siete cursos de violín.
Corrían por
entonces los primeros años del siglo XX y la tradición de la enseñanza musical
era ya larga en un pueblo que parecía colgar de un pentagrama. Notas negras.
En esa primera década del siglo la calle de
San Bernardo empezó a verse inundada por sonidos muy bien timbrados. Los que
producía el arco de Pepín de la Vega al atacar su inseparable violín en el
número 22 de esa vía, lugar donde su tía tenía un taller de costura.
Todos sabían que era un virtuoso, y que seguía
siendo un niño. Como entonces este tipo de acontecimientos no eran frecuentes,
la popularidad del crío aumentó de día en día. Y se le buscó una salida acorde
a su talento. Su padre, Valentín, y su tía Higinia, estaban el 9 de octubre de
1912 haciendo gestiones, en Pravia y en Oviedo, para lograr el favor de los
diputados del distrito y, con su influencia, conseguir una subvención con la
que pensionar los estudios de Pepín en el extranjero.
Un otoño
triste. Ese día no dejó de llover. No se podía salir a la calle y no había más
remedio que hacer de la casa parque. Los niños, para estas cosas, siempre han
sido así en todo tiempo. Y curiosos hasta la imprudencia. Con ese increíble
magnetismo para atraer a los problemas.
Tal vez fuera
ese poder el que arrastró a Pepín hasta la habitación de su padre para coger el
revólver allí guardado. Jugaba con su hermana Angelina y ambos se sintieron
fascinados por el arma. Es lo malo de las armas, que también atraen. Pepín cayó
en la trampa y, en confusas circunstancias (tantas como vecinos narraron los
hechos), el estruendo de un disparo se abrió paso entre las paredes de la casa
y la lluvia de la calle. Pepín se desplomó como un fardo. La sien taladrada, en
medio de un charco de sangre. Más de una hora de agonía.
Un grupo de gente se agolpa en el entronque
de las actuales calles avilesinas de la Cámara y San Bernardo, donde todo sucedió.
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No hubo
consuelo para familia y amigos. Luto riguroso en Avilés. La noticia recorrió
España a la misma velocidad que el sonido del violín y el trueno de aquel
maldito revolver con una bala escondida en el tambor. Los diarios se hicieron
eco del suceso. Casi todos con versiones imprecisas y hasta contradictorias y
algunos, como el madrileño El País,
con el poco respeto que desprenden estas letras:
“El niño
prodigio, el músico precoz, Pepito Vega, gran violinista, vivía ya talludito (catorce
años), en Avilés con su familia. Hoy jugaba con una hermanita suya, encontró un
revolver descuidadamente puesto al alcance de los chicos, y simuló un suicidio.
Así se matan los hombres: exclamó; salió una bala, y… ¡así mueren los niños!”
“C”, que así
firmaba el repórter encargado de recoger el vómito del telégrafo, le puso poca
gracia y menos respeto a la narración de una vida rota en la más triste de las
ruletas rusas.
Palabras
necias. Oídos sordos. Los de la calle de San Bernardo, aturdidos durante días
con el pitido de aquella bala perdida que taló las promesas de Pepín de la Vega
Entrialgo. Una sinfonía inacabada. Un violinista que siempre tendrá doce años.